The Square

Crítica de Diego Lerer - Micropsia

El director de “Force Majeure” vuelve con otra película que analiza los contradictorios comportamientos de la alta burguesía de su país. A partir de los efectos causados por una obra de arte moderno de “la artista argentina Lola Arias” (sic), el filme pone en cuestionamiento varios de los prejuicios, miedos y egoísmos que esconde la supuestamente cultivada y políticamente correcta sociedad sueca. Ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes.

El sueco Ruben Östlund es un cineasta que trabaja sobre hipótesis. Sus películas se plantean siempre en función de un concepto central y otros que giran a su alrededor. Son como grandes “what ifs” a los que somete a sus personajes: tests, pruebas, desafíos. “¿Qué harías si hay una tormenta de nieve que amenaza a tu familia?”, parecía ser el motor principal de su filme más famoso y logrado, FORCE MAJEURE. En general esas hipótesis intentan desenmascarar hábitos y costumbres sociales de la burguesía sueca, especialmente las ligadas a su corrección política, a su imposibilidad de demostrar sus sentimientos, a su incapacidad de reconocer que bajo esa prolijidad y esa sonrisa amable se esconden seres con características potencialmente horribles.

En THE SQUARE el elemento que se suma a la cuestión es la relación de esa clase social con “el arte”. A partir de eso, se disparan muchos temas. Demasiados. La historia se centra en Christian (Claes Bang), el curador de un museo de arte moderno de Estocolmo, que está por inaugurar una nueva obra que se llama, como la película, The Square. Como dato curioso, la obra es de “la artista y socióloga argentina Lola Arias”, aunque entiendo que no es una obra que tenga nada que ver con la verdadera escritora, directora y dramaturga. De todos modos, “el cuadrado” en cuestión (ver foto) es la metáfora más obvia que el filme dispara: se trata de un espacio de 4×4 metros en los que, supuestamente, la gente que entra debe respetar las reglas de convivencia civil. Podrían haberle puesto a la obra “The Society” y era aún más claro. Como ésa, hay otras obras en el museo que pueden ser usadas para intentar ridiculizar las pretensiones de cierta burguesía intelectual, al estilo de “Art”.

Entre los desafíos que Christian tiene en su trabajo uno de ellos es encontrar como “vender” esta nueva atracción del museo (otro elemento que entra en juego es la marketinización de la cultura), por lo que contrata a una agencia publicitaria joven que quiere hacer un video que se viralice por las redes sociales y así llevar más gente al lugar. Pero su problema principal pasa por otro lado. A Christian le hacen una especie de “performance art” muy realista en plena calle, cuando tres personas simulan una pelea, él intenta ayudar y detenerla, para darse cuenta luego que era un “cuento del tío” y le robaron el celular y la billetera. Christian se molesta y parece perder su civilidad, su confianza en ese mundo “correcto” en el que el cree y quiere vivir. Y el que quiere llevar al museo.

Es entonces que con la ayuda de uno de sus empleados empieza a buscar el teléfono en cuestión y llegan a un edificio de un barrio humilde, lleno de inmigrantes, y dejan amenazadoras cartas en cada departamento. Esa absurda idea lo meterá en problemas. Y cuando se viralice el video promocional de “The Square” –otra terrible idea–, las complicaciones se le duplicarán. En una película de 140 minutos a la que le sobran 40, hay otras subtramas que giran alrededor. Una ligada a la relación de Christian con Anne (Elisabeth Moss, de MAD MEN), una periodista norteamericana con la que tiene un raro pero gracioso affaire. Y, en medio de la película, tendrá lugar una cena de gala de sponsors del Museo en la que una “performance” artística se irá un poco de las manos, provocando un caos. O acaso no. Acaso ese caos sea parte de la obra.

Ese juego es tal vez el más interesante del filme. La sensación permanente que los desafíos performáticos o las apuestas “virales” siempre pueden pasarse de rosca, ofender a algunos y, a la vez, estar enmarcados dentro de la “libertad de expresión”. En esa libertad quiere creer Christian, pero la realidad le demuestra que poner un artista performático a golpear invitados o montar un acto falso de violencia contra un bebé en un video tiene sus contratiempos y sus enemigos. Y que el propio curador no sabe bien cuáles son sus límites ni cómo utilizarlos. De todos modos, pese a sus serias dificultades narrativas y su excesiva misantropía, Östlund sabe montar escenas de suspenso y tensión a partir del uso de los espacios y del sonido. Es más sutil por ese lado que cuando sus personajes abren la boca para decir una y otra vez variantes de las mismas ideas.

La película se expande y expande generando más y más situaciones de “what if”, muchas de ellas salidas de la nada, algunas divertidas y otras sin sentido alguno. La película nunca termina de funcionar en el terreno de la ficción –como sí lo hacía FORCE MAJEURE— y se queda en una suerte de elegantemente filmada película de tesis sobre “¿qué nos pasa a los suecos?”. Los problemas que trata –además de la relación con el arte moderno, con internet y con la corrección política entran el periodismo, la inmigración ilegal, los vagabundos callejeros y otros– son demasiados y muy amplios. En el fondo, sobre lo que la película quiere hablar y no termina de poder hacerlo bien debido al (literal) ruído que la rodea es sobre la confianza. ¿Podemos seguir confiando en nosotros, en nuestros vecinos, en las bases en la que está constituida nuestro “square”? A juzgar por los resultados electorales de los últimos tiempos da la impresión que esa idea de qué es lo que constituye esas sociedades es cada vez más difuso e indefinible. Lástima que la película no encuentre una manera más ajustada de tratarla.