Tangerine

Crítica de Roger Koza - Con los ojos abiertos

Pocas cosas tan estadounidenses como las películas navideñas. Es el género elegido para enumerar todos los valores que mitifican un ideal sociológico. El núcleo sacrosanto es la familia, base angular del civismo y unidad espiritual del país. La nación no es otra cosa en ese imaginario que la reunión de muchas familias que la constituyen, un ejército de apellidos diversos reunidos en comunión que hallan en un territorio reconocible, una lengua evidente y una fe imprecisa pero sentida el talismán que consigue asociar lo múltiple con lo uno. En la mesa navideña, los estadounidenses no solamente conmemoran literal o simbólicamente el nacimiento del hijo de Dios sino también el evento trascendente por el cual los hijos de la democracia están juntos en un plano trascendental. He aquí el secreto de su obsesiva representación: la Navidad es un argumento amablemente vertical que refuerza la amalgama de un colectivo pletórico de diferencias.

Decididamente, Tangerine es una película navideña, aunque diste de ser un típico representante del género y una ocasión entre otras para invocar al representante terrenal del Altísimo. Más bien se trata de una anomalía del género, lo que no significa que un misterioso espíritu cristiano de hermandad esté presente de inicio a fin. El amor por las criaturas del relato es manifiesto, evidencia que no desestimará ni el escándalo ni la ofensa del creyente conservador. Excepto que entre sus pasajes bíblicos favoritos estén los aludidos a la dignidad de los pecadores, el cuento navideño de Sean Baker le parecerá al feligrés dominical un guión escrito por el demonio. Las vísperas navideñas de los travestis no suelen ser la materia central de las películas características del mes de diciembre.

La primera escena introduce a los dos personajes principales como también el conflicto central que pondrá en movimiento el relato de Tangerine. Sin Dee Rella y Alexandra, dos travestis que trabajan en las calles de Los Ángeles, mantienen una conversación sobre cuestiones amorosas. Más allá de que trabajen en la calle, eso no deshabilita que deseen la correspondencia afectiva de una persona. En este caso, Sin Dee Rella se ha enamorado del proxeneta que administra la clientela de varias de sus colegas, un tal Chester. Aparentemente, el joven cafishio le ha prometido casarse, pero un comentario involuntario de Alexandra pondrá en duda esa promesa. De allí en más, Sin Dee Rella buscará desesperadamente a Chester, a quien se lo vio con una prostituta ortodoxa de su flota, de lo que se predica un ritmo vertiginoso con el que Baker retrata por un lado uno de los distritos rojos más proletarios de Los Ángeles y al mismo tiempo avanza dramáticamente con su cuento navideño, introduciendo alguna que otra subtrama: la vocación musical de Alexandra y la sexualidad secreta de un taxista armenio, que está casado y es padre de familia, y cuyo máximo placer erótico pasa por ejercitar activamente el sexo oral con las chicas que tienen una sorpresa anatómica entre las piernas.

Así descripta, Tangerine parece una de esas películas del cine independiente estadounidense que se regocija en presuntas perversiones inconfesables aproximándose a ciertas exigencias heterodoxas del deseo y su representación en clave de sordidez. El sexo en las calles y algunas prácticas de erotismo colectivo asoman en el relato, pero la lucidez implícita en la manera de representarlo estriba en rehusar a subordinar la ética a los hechos sexuales. Nada más lejos del filme de Baker que el moralismo puritano, como asimismo su lógica inversión, el desenfrenado hedonismo decadente de los indie. La amabilidad que rige la mayoría de los vínculos entre los personajes es asombrosa y peculiar; Tangerine es anímicamente brillante como los colores resplandecientes que la conforman. Los amarillos y anaranjados que prevalecen en la naturaleza cromática de lo visible, sumado a la textura nítida y digital del registro, dan como resultado un filme que tiene vida. En el cine independiente estadounidense, Tangerine es una transgresión debido a su humanismo luminoso.

Como se sabe, Tangerine fue rodada con un IPhone 5s, aventura estética y técnica que demuestra que el mero y somero avance tecnológico no es suficiente para hacer una película. Es cierto que cualquiera puede grabar con su teléfono inteligente, pero no todos saben filmar. El filme de Baker no encuentra solamente su dinámica en un montaje concebido en la obtención de un ritmo fílmico en el que se trabaja tenazmente sobre los cruces dramáticos del relato y el suspenso ocasional del que dispone la trama. Hay también un permanente esfuerzo por preguntarse acerca del dispositivo de registro y sus posibilidades de captura. Algunos planos enrarecidos son elocuentes, no menos que la ostensible búsqueda por trabajar en ciertos momentos sobre la profundidad de campo. Baker se apropia como cineasta de una máquina de registro al alcance de muchos (o algunos) que pueden o no desconocer una modalidad de relación entre una cámara y lo que está enfrente de ella. Un cineasta es aquel que sabe establecer una relación estética en esa distancia e imponerle a la inmediatez de la tecnología su propio entendimiento cinematográfico. Todo su filme es una prueba.

Tangerine es materialmente un filme de este siglo. Pero Baker no es un cineasta advenedizo y amnésico, y es por eso que reconoce que antes de él existió una tradición cinematográfica que lo ha constituido. Quizás por eso eligió un género clásico para trabajar sobre él bajo una forma innovadora e inimaginable décadas atrás. El resultado es magnífico.