Suspiria

Crítica de Maia Debowicz - La Agenda

Danza macabra

Luca Guadagnino reedita Suspiria de un modo completamente distinto al original, abandonando los fuertes colores por un énfasis en el cuerpo.

Hace un cuarto de siglo el director Luca Guadagnino conoció a Tilda Swinton, la mujer de las mil caras, y le propuso hacer una remake de Suspiria: una de las películas de terror más escalofriantes de la historia del cine. Veinticinco años después formaron su propio aquelarre y alcanzaron un desafío que parecía imposible. Lejos del rojo furioso y los azules eléctricos de Dario Argento (heredero de la dirección de arte pictórica de Mario Bava), Suspiria de Luca Guadagnino nos abre una puerta de colores tenues. Una paleta invernal, invadida de grises, que nos despega de la exigencia de pedirle al director de Llámame por mi nombre que su película esté a la altura de la original de 1977. El acento no está puesto en el pantonne sino en el cuerpo. El cuerpo es la puesta en escena. El cuerpo como lugar habitado y sometido, pero también como fuente de placer. Propio y ajeno.

El Technicolor de aquellos pigmentos primarios que prendieron fuego eternamente nuestras pupilas cuando Jessica Harper recorría en mallas los pasillos de la academia de ballet quedaron atrás para conocer un nuevo escenario fiel a su tiempo: resaltando la belleza sombría del escombro, del grafitti apagado, de la pared descascarada que funciona como un lienzo enchastrado con acrílico. Más cercana a la estética de Fassbinder que a la de Argento. Ambientada en 1977, el año en que se estrenó la Suspiria co-guionada por Daria Nicolodi, basándose en las experiencias traumáticas que ella atravesó estudiando danza, esta nueva obra se hace cargo del contexto elegido. Un Berlin dividido y azotado por el terrorismo de las Brigadas Rojas, reluciendo un terreno en ruinas de una guerra que no cesa. Conviviendo víctimas y victimarios en una misma ciudad, en una paz forzada después de un conflicto como lo fue la Segunda Guerra Mundial. Un campo de batalla que también es testigo de la fuerza subterránea de un terremoto feminista.

Las brujas tampoco son las mismas, y es en esa decisión donde Guadagnino también se hace cargo del presente, deshaciendo la idea misógina de bruja propia de la Inquisición para proponer una lectura de mujeres empoderadas. Llegando a rotular como holocausto, por terribles y numerosos, los crímenes de odio contra la mujer. Donde en el film de Argento la inestabilidad era climática e idiomática en esta película es política. En la primera era el lugar el que complotaba contra nosotros; ahora es el momento, la historia.

“Traiciona el espíritu del original”, declaró Dario Argento hace unas semanas. Tiene razón. Y por suerte es así. La única manera de competir con la primera Suspiria es no compitiendo. ¿Cómo acercarse a una obra tan autoral e icónica para el género? Separándose de un Gus Van Sant que replica plano por plano a Psicosis de Hitchcock, y parándose en la misma vereda de Werner Herzog cuando se atrevió a revisitar, sin necesidad de imitar a nadie, Nosferatu de F. W. Murnau.

Luca Guadagnino evita el riesgoso camino de la remake servil para utilizar el universo de Suspiria en pos de contar una historia distinta. Ese es el mayor logro del noveno largometraje del director italiano: conseguir que su Suspiria tenga identidad propia. “La danza no parte de un texto ya existente, sino de un juego de experiencias que consiste, en el fondo, en reconocer algo todavía desconocido” dijo una vez Pina Bausch, bailarina alemana que es central para entender la danza contemporánea que en la nueva Suspiria reemplazó al ballet clásico. Guadagnino refleja esa frase en su película. Él pudo reconocer algo todavía desconocido aun partiendo de un texto ya existente. Y es justamente el baile, elegido como conflicto rítmico del relato, el enorme detalle que vuelve a esta película tan extraña al espectador fanático de la original.

La danza acá es parte del hechizo. Un paso puede ser un golpe, y un salto provocar un knock out de un cuarto a otro, dividido por espejos. “Una parte del problema es la incapacidad de no ver tu cuerpo en el espacio. No basta la perspectiva de un espejo ni la de una imagen. El movimiento nunca es mudo. Es un lenguaje. Es una serie de formas energéticas escritas en el aire como palabras formando una frase. Como poemas”, le dice Madame Blanc (Tilda Swinton en uno de los tres personajes que interpreta en la película) a la protagonista, Susie Bannion (una Dakota Johnson dejando su vida en las tablas). La nueva Suspiria muestra el difícil proceso de adueñarse del cuerpo, de encontrar un vínculo irrompible. Un cuerpo que puede usarse para el bien o para el mal.

Es una película tan física que en la secuencia más gore del relato el pecho de un personaje se vuelve abertura como cuando en Videodrome, de David Cronenberg, el protagonista metía un VHS adentro de una vagina en su panza. Son mutaciones que nos provocan electricidad en nuestro propio cuerpo. Tal vez porque Madame Blanc le transmite a su alumna favorita que cada salto en el aire tiene que ser un relámpago, y finalmente esta Susie Bannion logra desatar la tormenta esperada.

Suspiria no es necesariamente una remake. Es, como explicó Guadagnino, quien vio por primera vez la película de Argento a los 14 años y ya no volvió a ser el mismo, un homenaje a las emociones que sintió al verla. El temor que lo atravesó se refleja en la música compuesta por Thom Yorke, que envuelve con alambres sonoros, como aquellos que en 1977 arrastraban a la muerte a Sara, los recuerdos perturbadores de Susie. Manteniendo prendida la luz de amenaza de que la imagen más estrepitosa está por llegar. El terror hecho danza. La danza hecha terror. “Hay dos cosas que la danza nunca puede volver a ser: hermosa y alegre. Hoy necesitamos romperle la nariz a toda cosa hermosa”, agrega Tilda Swinton vestida de Madame Blanc con esa mirada enigmática que oculta la duda de si te va a dar un abrazo o a clavarte un cuchillo por la espalda.

Guadagnino, contra todo pronóstico, lo logra: abandona los paisajes bellos y tranquilizadores de Llámame por mi nombre para retratar la violencia de género y el sometimiento de cientos de años de manera feroz y descarnada, animándose a una película discursiva pero sin menospreciar la potencia del gore. Entendiendo al miedo no como un sentimiento de debilidad sino como el motor para volvernos fuertes.