Sueño Florianopolis

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

Hay pocos directores (y muy pocas directoras) capaces de construir un estilo, de conseguir un tono tan personal que permite identificarlos con solo ver un plano de una de sus películas. Eso es lo que ocurre con el espíritu tragicómico y querible de Ana Katz. Sus historias pueden transcurrir en lugares, tiempos y circunstancias muy disímiles, pero hay algo (una mirada del mundo, una sensibilidad particular) que unifica a las atribuladas criaturas de su filmografía. Sus personajes están siempre al borte del patetismo, pero la realizadora y guionista combate la mirada cínica y despiadada con una dosis de ternura y comprensión que termina por entenderlos y, de las formas más insospechadas, por redimirlos.

En el caso de Sueño Florianópolis no solo describe las desventuras de una típica familia de esas que inundaron las playas de Brasil en tiempos de cambio favorable (1992 en ese caso), sino que de alguna manera genera una retrato (y cuestiona ciertas miserias) de la clase media argentina en su conjunto. De lo particular a lo general, el film genera desde su arranque cierta identificación (y rechazo) al vernos reflejados en ciertas actitudes poco nobles como la de arrasar con el desayuno o robarse algunos elementos de un hotel.

Lucrecia (Mercedes Morán) y Pedro (Gustavo Garzón), ambos psicólogos, son un matrimonio de larga data que está en avanzado proceso de separación (ella más decidida que él), pero igual deciden viajar con sus dos hijos adolescentes, Julián (Joaquín Garzón) y Flor (Manuela Martínez), rumbo a Florianópolis a bordo de un destartalado Renault 12 Break. Tras un interminable y accidentado derrotero, llegan al supuesto paraíso de la alegría brasileña, pero el departamento alquilado con antelación resulta ser una pocilga. Visiblemente decepcionados, optan por trasladarse a una casa bastante alejada y de difícil acceso que les ofrecen unos lugareños, Marco (Marco Ricca) y Larissa (Andrea Beltrão), a los que habían conocido de manera casual en el camino de ida.

Entre las rencillas inevitables de toda experiencia vacacional, las tensiones entre esa pareja en disolución (que alguna vez disfrutaron de un viaje idílico al mismo lugar), las diferencias generacionales (los adolescentes están más interesados en experimentar su independencia que en sus padres) y las tentaciones (tanto Lucrecia como Pedro se sienten atraídos por sus huéspedes brasileños), Katz va tejiendo su habitual universo tragicómico, un poco provocador, algo incómodo, pero siempre fascinante.

Con los valiosos aportes de Gustavo Biazzi en la fotografía y un sólido elenco en el que se destacan Morán (en su cuarta película en cuatro meses tras El amor menos pensado, El Ángel y Familia sumergida), Garzón y Ricca, Katz nos transporta a un universo de playas, litros y litros de cerveza y caiprinha, camarones, karaoke y paseos acuáticos, con romances cruzados, celos y esas sensaciones contradictorias que suelen potenciarse en tiempos de vacaciones.

El film -leve y entrañable como una comedia rohmeriana- tiene un inevitable sesgo nostálgico, pero la mirada melancólica nunca está subrayada, recargada ni interfiere con el retrato íntimo, con las facetas más sensibles de la historia. Es, sí, una película de redescubrimiento, sobre el fin de una era (el adiós de un matrimonio, las últimas vacaciones con los hijos) y las inquietudes, las dudas, los temores que generan los cambios para el inicio de una nueva.