Somos una familia

Crítica de Pablo Suárez - Sublime Obsesión

Ganadora de la Palma de Oro en Cannes y nominada al Oscar a mejor película en idioma extranjero, Somos una familia, el nuevo opus de Hirokazu Kore-eda (After Life, Un día en familia, Después de la tormenta, Nuestra hermana menor) explora, una vez más pero sin redundancia, uno de los temas centrales en la obra del japonés: los vaivenes, entramados y matices de las familias. Más precisamente, su nueva película comulga con la noción de que el verdadero hogar está allí donde está el corazón. O, dicho de otro modo, tal como lo expresa uno de sus personajes: “A veces es mejor elegir a tu propia familia”.

A lo largo de toda su obra, Kore-eda ha observado muy de cerca la naturaleza de los vínculos para preguntarse acerca de qué hace que seamos quienes somos. ¿Es una cuestión de la naturaleza o una cuestión de crianza? ¿Qué nos hace ser hijo o hija? Del mismo modo, ¿qué hace que un padre o una madre sean, efectivamente, padres o madres? ¿Es una cuestión biológica o una cuestión de crianza? Dos de sus películas más sobresalientes, Nadie Sabe y De tal padre, tal hijo, abogan por pensar las identidades en función de cómo se han construido los vínculos, es decir en función de su historia, no en cómo han sido dispuestos por la biología.

En Somos una familia, Kore-eda hace foco en, justamente, una familia que desde una mirada convencional podría ser pensada como disfuncional, como mínimo. Pero, desde la óptica de los afectos, es difícil encontrar aquí algo importante que no funcione. De perfecta no tiene nada, eso seguro, pero sí es una familia amorosa. Y muy peculiar.

Es que la familia Shibata – con el padre, Osamu (LiLy Franky), la madre, Nobuyo (Sakura Ando), el hijo casi adolescente, Shota (Kairi Jyo), la hermana menor de Nobuyo, Aki (Matsuoka Mayu), y la abuela (Kirin Kiki) – se las ha arreglado para vivir con poco. Están todos juntos en un pequeño departamento, sin privacidad, con no pocas carencias materiales y con fuentes de ingresos mínimas. El padre es obrero de la construcción, la madre trabaja en una lavandería, y su hermana menor, vestida de colegiala sexy, es modelo de números eróticos en un chat para hombres. Como ingreso extra, está la pensión de la abuela.

Pero aún sumando todo, es poco dinero y no alcanza para solventar todos los gastos de una familia numerosa. Por eso, para conseguir comida extra y demás, padre e hijo se dedican a cometer hurtos varios en negocios de la zona, sin violencia alguna. Una noche, volviendo a casa con comestibles robados, Osamu y Shota descubren a una niña pequeña en la calle, buscando comida dentro de la basura. Se nota que se fue de su casa o que la echaron. Se escuchan, también, los gritos de una mujer discutiendo con un hombre en un departamento cercano. Y queda claro que esta madre no quiere volver a ver a su hija.

Padre e hijo llevan a la niña a su casa, con la idea de hospedarla solamente durante la noche, y después se verá. Porque alimentar una boca más no es la mejor de las ideas. Sin embargo, cuando la abuela descubre moretones y cicatrices en el cuerpo de la niña, la familia decide quedarse con ella. Y le cambian el nombre: ahora se llama Yuri.

Lo que sigue es impredecible. Porque en esta familia existe una historia detrás de lo que se ve a simple vista, con secretos y revelaciones, con gestos altruistas y otros no tanto. Kore-eda va desnudando los pliegues de un grupo humano con vínculos afectuosos, pero complicados. Y da cuenta, también, de todo un escenario en el orden de lo social que incluye, eventualmente, a la injerencia del Estado para proteger a los menores – y que, como es habitual, termina resultando en un perjuicio. Mostrar a esta familia con sus penurias económicas equivale a mostrar a muchas otras familias del Japón de hoy en situaciones similares. Porque como todos los grandes directores, cuando Kore-eda aborda un objeto en particular no deja nunca de trazar los rasgos de su universalidad. Es un cineasta que aborda plenamente la dimensión social sin ser estrictamente un cineasta de lo político.

A medida que se van haciendo visibles todas las aristas de situaciones compleja, la mirada es siempre empática, pero no por eso deja de ser crítica. Kore-eda no juzga a este padre que enseña a sus hijos a robar, pero tampoco lo disculpa como si no significara nada. Es verdad que su empatía hace que todo se vea de un modo más humano, pero esa humanidad incluye considerar las inevitables consecuencias que toda acción tiene. Lejos se está aquí de cualquier tipo de simplismo.

Aparte de la profundidad y la sutileza con las que el cineasta japonés aborda los contenidos, lo que hace que sus películas sean tan maravillosas – y lo que lo enlaza con el cine de Yasujiro Ozu y Mikio Naruse – es la sofisticación narrativa para que los sentidos vayan surgiendo casi sin querer, casi sin que uno se dé cuenta, a partir de los hechos más mínimos y los gestos más pequeños. Nada se dice de golpe, nada se explica ni se grita a los cuatro vientos. Nunca.

En cambio, Somos una familia construye un drama de senderos que se bifurcan, se anudan, se tensan, y justo antes de llegar al final se despliegan en todas sus dimensiones. Es recién entonces cuando uno puede intentar asimilar todo lo que ha visto para ver con precisión el cuadro completo. Ahí se liberan muchas de las emociones contenidas, algunas felices y otras no tanto. Como la vida misma.