Somos una familia

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Neorrealismo japonés

Hirozaku Kore-eda filma su película más bella, emotiva y poderosa. Una maravilla de incorrección plácida en la que volvemos a encontrar las marcas registradas del autor: la minuciosa atención puesta en los rostros, la capacidad para capturar los gestos infantiles y una mirada serena sobre la armoniosa fisonomía de las ciudades japonesas. Sus historias habituales sobre relaciones entre padres e hijos encuentran en esta película una eficacia extraordinaria a través de una familia singular que cuestiona los ideales de paternidad, transmisión y confianza.

La familia del título vive de trabajos inestables y pequeños robos en supermercados. Los Shibata responden día a día a sus impulsos en lugar de cumplir con los imperativos sociales, sobre todo el que dicta que una familia se define por los vínculos de sangre. Una noche fría recogen a una pequeña de cuatro años que parece abandonada por sus padres y la adoptan inmediatamente a pesar de su precariedad económica y la falta de espacio. Así es como la familia crece. Desde la revelación de esta pequeña comunidad oculta hasta su explosión, Kore-eda construye un relato riguroso con giros sorprendentes que no opacan su gracia habitual, potenciada en este caso por un inédito vigor sensual.

Hirokazu Kore-eda adapta su estilo a las estaciones del año. En invierno, los conflictos bullen en el interior minúsculo de la vivienda mal iluminada. Cuando llega el verano, el mismo espacio se convierte en un modesto palacio de placeres en el que tanto los niños como los adultos se mueven bañados por una luz que exalta el menor gesto cotidiano. El punto culminante de felicidad y el núcleo de la película es un día en la playa: un momento de gracia en donde se funden la realidad y la utopía. En el último tramo asoma la ira contenida del cineasta, pero la película sigue hasta el final sin villanos.

Esta familia extraordinaria confronta la norma social, la exigencia de justicia, la gratificación de los deseos y, finalmente, la dificultad para amar y vivir juntos. El cineasta no define la psicología de los personajes ni los equilibrios de fuerza entre ellos: los vamos descubriendo con el paso del tiempo junto a los secretos que se revelan de a poco. Kore-eda posee una delicadeza que hace casi imperceptible el contraplano político que acompaña la pequeña epopeya del clan Shibata. Solo después de un último plano desgarrador tomamos consciencia de esta dimensión. Sin golpes bajos, sensiblería ni subrayados, el cineasta consigue un grado máximo de emoción y verdad.