Sinfonia para Ana

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

La belleza a pesar de todo

Hay una vibración que resuena tras la proyección de Sinfonía para Ana, tiene que ver con la sensibilidad que la película contiene, evidentemente, pero también con una intuición precisa, que el film despliega más allá de toda premeditación. Su estreno coincide con el reconocimiento del cuerpo de Santiago Maldonado, y esto es algo insoslayable.

Situada históricamente en el umbral escabroso que se articula entre los años que van de la presidencia de Cámpora al golpe de estado de 1976, la película de Virna Molina y Ernesto Ardito toma por escenario el Colegio Nacional de Buenos Aires, con su estudiantado en ebullición. Basada en la novela homónima de Gaby Meik, Sinfonía para Ana se construye desde el relato en off de una adolescente a su amiga. Voz que será relevada desde una amistad contenida en recuerdos, junto a la delineación de un contexto que hábilmente el film lleva adelante.

Esta reconstrucción de época se conforma a través de detalles y matices, en tanto comentarios visuales que informan sobre literatura, música, filosofía, el mismo cine. Nunca subrayando, sino mientras se acompaña lo que sucede. Hay un solo momento, de hecho, en donde el plano musical cobra una relevancia de reconocimiento inmediato. Sin embargo, Sinfonía para Ana supedita esta canción al drama, al momento particular en la vida de su protagonista -es el quiebre sentimental, sobre el cual aquí no se revelará nada, tampoco de cuál canción se trata‑.

Ana (Rocío Palacín) narra su vivencia al espectador. Pero es su mejor amiga quien le escucha, quien vuelve a esa época que el film rememora. Es un recurso a destacar, porque el relato se construye mientras alterna tales puntos de vista, y propone una narración de a dos, a partir de la memoria de vida que contienen las palabras de Ana, pero atravesadas por el recuerdo de su amiga; al contarle a ella, dice Ana, lo sucedido toca tierra, se vuelve cierto.

Sinfonía para Ana se construye desde el relato en off de una adolescente a su amiga.

Esta cuestión es esencial, ya que es el lugar preeminente desde el cual Sinfonía para Ana se proyecta: desde la pantalla, hacia el espectador. Es allí, en última instancia, donde el film culmina mientras se recrea. Vale decir, hay una tematización de la memoria que interpela, a partir del mismo momento en el que el espectador acepta la convención narradora. Al hacerlo, ya no puede quedar afuera, será parte inmanente.

De esta manera, los elementos del decorado y el vestuario provocan el ilusionismo propio del cine: se viaja en el tiempo y se logra, de hecho, el verosímil. Además, hay una rememoración que toca invariablemente a la adolescencia en sí, en tanto lugar de combustión que es epítome de lo personal y social. "Todo lo joven es bello", decía Héctor Oesterheld, y es esta misma aserción la que el film expone. "Fue lo mejor que viví", dice Ana.

En otras palabras, dada la belleza de la juventud, corresponderá entonces el ejercicio de un terror organizado. Allí se juega la síntesis y simetría. A las miradas que persiguen horizontes, exilio y muerte. Para llegar allí, la película de Molina y Ardito se sumerge gradualmente en un tono de angustia, que la dirección fotográfica acompaña, en donde los encuadres cerrados ya no sólo permiten una reconstrucción histórica lograda, sino que se vuelven espacios de ahogo.

La sensibilidad a la que se aludía es un rasgo inherente al film, y se traduce desde una identidad discursiva que siente lo que a sus personajes les sucede. Jóvenes y hermosos, los protagonistas de Sinfonía para Ana hablan y dicen sobre política, mientras pintan y se aman. El candor que despiden logra una película singularmente bella, que asume la tragedia -de lágrimas que todavía duelen‑ mientras reafirman una juventud, una militancia, maravillosas.