Sin nada que perder

Crítica de Martín Chiavarino - A Sala Llena

Las grandes planicies

Así como los antropólogos toman una distancia epistemológica sobre su objeto de estudio, el realizador escocés David MacKenzie (Starred up, 2013) logra encontrar el tono perfecto para analizar la idiosincrasia norteamericana en todo su esplendor en su último film, Sin Nada que Perder (Hell or High Water, 2016). La historia del guionista estadounidense Taylor Sheridan (Sicario, 2015) se centra en una intriga delictiva producto de la recesión económica y la crisis social en el estado de Texas, uno de los estados más retrógrados de los Estados Unidos.

Dos hermanos comienzan un itinerario de robos bancarios para saldar una deuda contraída por la madre, que acaba de morir hace unas semanas. Para no perder la granja de la familia a manos de la empresa Chevron, que ha descubierto petróleo en sus tierras, Toby (Chris Pine) y Tanner (Ben Foster), que salió de la cárcel hace poco, desarrollan un plan para crear un fideicomiso tras pagar la deuda con el dinero robado y dejarle así un legado a los hijos de Toby para que no repitan los pasos de su padre.

El oficial Marcus Hamilton (Jeff Bridges) y su compañero, Alberto Parker (Gil Birmingham) elucubran durante la investigación sobre los posibles motivos mientras persiguen la sombra de los delincuentes y se divierten insultándose con bromas racistas como viejos amigos y camaradas de armas.

Con algunas reminiscencias narrativas y visuales a Sin Lugar para los Débiles (No Country for Old Men, 2007) de Joel y Ethan Coen, el film de MacKenzie se adentra en la profundidad de Estados Unidos con un espíritu de denuncia para entrever la desolación, el miedo, la soledad, la ira y desesperanza en un territorio quebrado moralmente.

Al maravilloso, lóbrego y diestro guión de Sheridan, y a una dirección expresiva y aquiescente de MacKenzie, se le suma el talento intempestivo de un Jeff Bridges único, el acompañamiento extraordinario de Gil Birmingham y una gran actuación de Ben Foster y Chris Pine. La fotografía de Gill Nuttgens busca en el terreno desértico las imágenes de una sociedad a la deriva que demanda la revisión del contrato social que sustentaba la esperanza de libertad y prosperidad.

Sin Nada que Perder es un antipolicial que se burla de los Rangers de Texas, de los los ladrones de bancos, y propone una relación tensa entre dos parejas que antagonizan en sus personalidades alrededor de la taciturnidad y la extroversión descarada. La dialéctica entre estas dos relaciones compone una extraña química que combina la fraternidad de dos hermanos abusados por su padre y la amistad de dos policías con muchos años de servicio para crear una alegoría sobre la camaradería y la intimidad del aprecio fraterno.

Con un final que homenajea a Lonely are the Brave (1962), el film de David Miller escrito por Dalton Trumbo, Sin Nada que Perder entrega indefectiblemente a sus personajes a una tierra yerma para generar una metáfora tan inocua como perturbadora sobre el alicaído sueño americano y sus esquirlas. La vida se asienta en el desierto como una gota que se evapora sin valor ni posibilidad de sobrevivir en medio de un territorio hostil y así se extingue sin pena ni gloria ni nada que perder.