Sin nada que perder

Crítica de Lucía Salas - Las pistas

Por Lucía Salas, a favor:

Primero, un regalito:

https://open.spotify.com/user/11123139161/playlist/7821faJkaRQYYyCGjXi7WL

¿Qué sentido tendría hacer una remake de High Sierra (1941) de Walsh? Todos, es una obra maestra. De hecho lo hizo Walsh en 1949 en Colorado Territory con McCrea por Bogart, Colorado por California y western por policial. Mackenzie se instala en el medio de los dos: semi policial y semi western. ¿Cómo puede ser? Con un dúo protagónico que no se junta hasta el final. Por un lado un ladrón de bancos (Chris Pine), por el otro un Texas Ranger (Jeff Bridges). El primero es uno de esos bisnietos de esos viejos de Tobacco Road, viejos que estuvieron por perder la granja en los ’30 y tuvieron que hipotecar hasta lo que no tenían, que quiere sacudirse la pobreza como si fuera una enfermedad y la cura fuera robarle a un ladrón. El plan no es un sofisticado robo de bancos con explosivos y desencriptadores de contraseñas de caja fuertes al estilo siglo XXI sino el asalto a mano armada con pasamontañas en la cara como si fuera el pañuelo de un bandido del oeste que sólo es posible en esa tierra de nadie que es Texas del oeste, que es como una república aparte en la que tienen sus propios bancos y un ratio de posesión de armas de 1:1. Lo acompaña el desquiciado del hermano, un colorado que acaba de salir de la cárcel y que lo sigue a todas partes con tal de tener un poco de acción. Como le decía el médico de High Sierra a Humphrey Bogart, dos tipos que viven corriendo hacia la muerte. Los otros dos tipos que van corriendo hacia la muerte son el Texas Ranger y su compañero, un ranger de familia mexicana que tiene cara de indio al cual Bridges no para de atosigar a chistes un segundo, paciente como nadie, tiene una forma sutil y casi completamente invisible de cuidar a Jeff Bridges casi como si fuera un padre al que hay que tapar con una manta a la mañana temprano porque se quedó dormido trabajando en el sillón. Marcus Hamilton es un viejo ranger que está por pasar a su versión de muerte absoluta: el retiro. Uno de esos tipos para los cuales la vida es perseguir y atrapar criminales y esta es su última misión. Ya está viejo y poco ágil, agarrar a estos dos hermanos es quizás lo último que haga, aunque le cueste dormir a la intemperie un par de noches vigilando el banco que cree que están a punto de robar.

En Hell or high water es la vida en efectivo. Los ladrones entran al banco con armas y se llevan la plata de la caja, los policías interrogan testigos y persiguen a los criminales por la ruta. La única forma de resolver el caso en con un encuentro real, en el lugar. No pueden rastrearlos, ni perseguirlos en helicóptero, sólo pueden perseguirse o escaparse o tirotearse. Los cuatro personajes andan rondando un lugar que es el centro de la mismísima nada, el único lugar en el cual todavía es posible robar un banco y salirse con la suya como si fuera 1941. Es que en ese lugar es 1941, o mucho antes. Hay vacas cortando la ruta, gente que va al mercadito a caballo, empalizadas, fuego que sale de todos lados. El estado está literalmente prendiéndose fuego y parece que ya no quedara nada más que pasar el tiempo. Eso es algo de lo que se ve todo el tiempo porque en el medio de esos dos protagonistas y sus compañeros la película tiene una especie de déficit de atención horizontal. Ese lugar parece el más plano del mundo y cada vez que alguno se sube a un auto a la película se le ban los ojos hacia los restos de lo que alguna vez fue un lugar habitable donde ahora están rematando todo, prendiendo todo fuego para sacar el petróleo, lo único que vale la pena ahora está bajo tierra y todo lo que está por encima es una ruina.

El otro déficit de atención que tiene la película es personal. En esa mezcla entre el policial (la parte de la película que le pertenece a Jeff Bridges) y el Western (la que le toca a Chris Pine) que dura un par de días, con esa lógica cuerpo a cuerpo y cuerpo a tierra los protagonistas se van a ir cruzando con algunas de las pocas almas que quedan en ese páramo, como una especie de ultimo registro antes de que un pozo de petróleo agriete el suelo y se hundan todos en el centro de la tierra para siempre. Si hay algo que no resignaron ninguna de las parejas de contrincantes es esa forma de vivir que se mueve por curiosidad, herederos de una época de pasarse todo el día hablando de nada en un bar o investigando a base de entrevistas. La moza de un bar que por poco no le dispara a Jeff Bridges por sacarle los 200 pesos de propina que le dejó Chris Pine después de charlar un rato, la empleada del banco que se resiste a abrirles la caja del banco hasta el pico máximo de su mal carácter, el comanche que le dice al hermano loco que comanche significa “enemigo de todos”, la vieja que trabaja de decirles a los que van a comer al restaurant en el que está lo que van a comer y tomar, los vaqueros que se aparecen de la nada en el medio de la ruta quejándose de que es el siglo XXI y están arreando ganado para alejarlo de un incendio, el padre que aunque sabe que no puede volver a la familia vuelve todos los días a arreglar algo para ver en qué se convierten los hijos que tiene. La idea de solamente pasar el tiempo cobra profundidad porque se empieza a ver que en realidad donde parece que nadie estaba haciendo nada en realidad todos se están prestando atención entre todos y que no es que están pasando el tiempo esperando a morirse sino porque hay un verdadero placer en estar en un lugar simplemente comiendo o tomando algo, viendo si hay algo nuevo que se mueve, charlando mientras todo se hunde. Sobre todo si son dos tipos que van a robar el banco que les robó toda la vida. De a poco ese lugar deja de ser el medio de la nada y se vuelve el centro de algo, no sólo el centro de estos dos protagonistas sino de todos los que andan alrededor.