Sin nada que perder

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El cine necesita salir a robar bancos

La película de David Mackenzie encuentra nuevos bríos, de asaltos y persecuciones. Se perfila una crítica social lúcida.

Para perpetuar la tradición del gran cine, tal vez haya que volver a las fuentes. Los géneros cinematográficos están ahí, a la espera de ser retomados y refundados. Algo que sucede, irónicamente o las más de las veces, desde otras cinematografías -la oriental, como ejemplo superlativo‑ y las series televisivas.

Hay excepciones, brillantes, como la misma La La Land. Sin necesidad de asumirse como un musical de Donen o Minnelli, La La Land se sitúa en su contexto, relee su género, y atisba un porvenir fílmico‑digital que es raro. Desde una premisa parecida, puede pensarse Sin nada que perder, otra película consciente del género en el que se enmarca, en este caso el western, para disparar hacia otras preguntas, acordes con una época distinta y un cine cambiante.

Uno de los méritos del film del escocés David Mackenzie -con nominaciones al Oscar por Mejor Película y Guión‑ es el de actualizar su género sin mecerse en homenajes pretéritos. Y lo hace mientras arroja una mirada cáustica sobre la situación económica y social. El cine -mercancía, al fin y al cabo‑ es expresión misma de estas contrariedades. Por eso, cuando el policía comanche rememora su historia ancestral, la conquista sufrida ante el hombre blanco, y el desplazamiento que éste ha sufrido ahora en manos de los propios bancos, se plantean dos cuestiones.

Por un lado, porque se remite expositivamente al poderío financiero, capaz de lograr hipotecas malsanas y miseria planificada. Por el otro, porque se dialoga con la misma historia cinematográfica americana, en donde el western ocupa un lugar nodal. En este caso, Sin nada que perder no necesita de parlamentos, sino de puesta en escena; es decir, articula los lugares comunes al western pero desde un verosímil cercano, en la Texas actual. Al hacerlo, logra dinamizar su sustancia fílmica y, por ende, al cine mismo.

En cuanto a lo argumental, la historia remite a dos hermanos ladrones de bancos (Ben Foster y Chris Pine). El foco de los robos son las sucursales de una misma entidad financiera, responsable de la situación en la que viven. Pero esto es algo que la película expondrá de a poco y, lo más importante, de modo plural, al hacer trabar contacto con otros personajes, sean conocidos o extraños. La contraparte simétrica la significa el dúo de rangers dedicado a capturarles, uno de ellos con edad cercana a la jubilación (Jeff Bridges), el otro es el comanche ya referido, interpretado por Gil Birmingham, quien verdaderamente posee ancestros indígenas.

Entre una y otra pareja se estructura la tensión dramática, en donde se tejen más semejanzas que diferencias, pero con las contradicciones del caso: perseguidores y perseguidos parecen roer miserias similares mientras el verdadero culpable oficia de maestro titiritero. Ahora bien, de lo que se trata es de narrar un western, así que más vale que haya calles polvorientas, atracos, persecuciones, tiroteos y piñas. Todo esto es puesto a la orden del día, en una Texas cuyos ciudadanos portan armas en el cinto, así como sucedía en el Far West.

Si el enfrentamiento entre los rangers y los forajidos es el caldo que bulle, con estridencia final, lo que pareciera dar a entender Sin nada que perder es la necesidad de un llamado a la camaradería para la refundación social (o cinematográfica). Si el western es el trasfondo simbólico de esa nación sin límite geográfico que se llama Hollywood, más vale que se aúnen fuerzas y se enfrente el móvil financiero que hoy produce esas películas, las más de las veces tan lamentables. (Claro que esto no es más que una suposición).

De acuerdo con las reglas, todo western culmina con un duelo. Pero el desenlace es ambiguo, nadie es demasiado heroico, nadie demasiado villano. En todo caso, quienes sí encarnan la villanía no son vistos pero sí sentidos: sus tretas financieras están, percuden, producen millones en ganancias.

Una de las secuencias finales emula el clásico enfrentamiento desesperado de Humphrey Bogart con la policía en Alta sierra. Su mismo director, Raoul Walsh, volvió a filmar ese mismo guión en el western Colorado Territory, ahora con Joel McCrea. La tecla caída y rebelde de esos personajes perseguidos, que procuran su lugar, es la que toca Sin nada que perder.