Silencio

Crítica de Pablo E. Arahuete - CineFreaks

Con fe en la ideología

La concreción de este proyecto implica para Martin Scorsese tal vez el cierre de un largo capítulo que puede traducirse a tríptico, de acuerdo a su extensa filmografía.

Lo cierto es que de aquel director de La última tentación de Cristo (1988), película que en este país elevó todo tipo de polémica y censura en décadas pasadas al de Silencio (2016) los cuestionamientos sobre el dogma y la reflexión entre la fe y el sacrificio, lejos de encontrar una respuesta suman nuevos elementos.

La epopeya de los sacerdotes apóstatas en la dinastía Edo deja plasmada una idea interesante que pone a dios como un concepto o idea más que otra cosa. Si esa idea es portadora de una única verdad y un sólo camino posible para la fe, ese es otro problema que ninguna consciencia o razón puede resolver.

Ahora bien, ¿cuánto tiene de fe la imposición de una ideología? Martin Scorsese tensa desde sus planteos esa premisa, pero lo hace siempre apostando al territorio del sacrificio en pos de la propia fe cristiana. El renunciamiento como parte de la primera etapa de la apostasía tiene como consecuencia la crisis existencial. Pero ¿hasta donde es existencial una crisis cuando existe algo superior al hombre y a su ideal de concepción divina?

En ese sentido, el derrotero de los sacerdotes transita por la ambigüedad entre el hombre que cree, que adoctrina y el hombre que sufre por el silencio y la indiferencia a sus actos. No hay nadie en la tierra que comunique si las acciones están bien o mal, salvo aquellas que se creen por un profundo y arraigado sentido de fe.

Las torturas corporales y las del espíritu en manos de los japoneses que con métodos aberrantes buscaban limpiar el poder de la cristiandad en las aldeas para instaurar un pensamiento único son el sustento que Martin Scorsese utiliza para generar cierto sentido en el sinsentido.

Los actos mas aberrantes muchas veces se cometen en nombre de dios, cualquier tipo de fundamentalismo justifica su inhumanidad en nombre de dios. Y lo que menos aparece en las ruinas, en la muerte y en la resignación es esa idea superadora como la que soslayan en secreto esos campesinos que necesitan confesar sus pecados porque están más de acuerdo con el otro bando que con el propio.

Luego de estas disquisiciones, que aparecen de forma latente en los diálogos entre los sacerdotes y el shogun apodado “El inquisidor”, la película del director de Kundun (1997), remake de la japonesa de Masahiro Shinoda en 1971, apela a la épica romántica y a la propia convicción de ser ecuánime en el planteo. Claro que de un lado hay torturadores japoneses y del otro sufrientes occidentales que pretenden imponer su verdad por el bien de los ingenuos campesinos que los siguen.