Sieranevada

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

Esperando la carroza.

En un espacio mínimo, Puiu se las ingenia para dar cuenta de algunas de las instituciones de mayor valor simbólico: la familia, la religión y también el ejército.

Parece difícil evitar la expresión “obra maestra” en el caso de Sieranevada, la película más reciente del gran realizador Cristi Puiu, recordado particularmente por La noche del señor Lazarescu, su segundo largometraje, que allá por 2005 puso la piedra basal del llamado Nuevo Cine Rumano, un movimiento que doce años después sigue asombrando por la vigencia, riqueza y rigor de sus autores, ubicados entre lo mejor del panorama contemporáneo. Tal como estableció entonces Puiu, Sieranevada sigue respondiendo a ese realismo puro y duro, no exento de un humor negro y absurdo, que en mayor o menor medida caracteriza a los mejores cineastas de su país. La particularidad de su nuevo film radica en que está concebido a la manera de un brillante tour de force, pero que paradójicamente nunca pretende llamar la atención sobre su procedimiento, como si forma y contenido finalmente lograran estar indisolublemente unidos hasta hacerse indiscernibles uno del otro.

Filmado casi en su totalidad en un estrechísimo departamento de Bucarest, en planos secuencia tan prolongados que llega un momento en el cual el espectador se olvida por completo de cuándo advirtió por última vez un corte de montaje, Sieranevada de pronto viene a recordar el famoso gag del camarote de los hermanos Marx: ¿cuántos más personajes son capaces de entrar en ese reducido espacio?

Sucede que allí tendrá lugar una ceremonia religiosa en recuerdo del dueño de casa, fallecido poco tiempo atrás. Toda la familia está citada por la viuda del difunto, que espera –como a Godot, de tanto que tarda– la llegada de un sacerdote ortodoxo encargado de oficiar una misa y bendecir las pertenencias del muerto. Pero el arribo incesante de hijos, yernos, cuñados y todo tipo de parientes y amigos no hace sino convertir esa casa en un pequeño infierno, pleno de discusiones de todo tipo, de las más banales a las más ríspidas, que van desde las teorías conspirativas acerca del 11 de septiembre hasta el pasado reciente bajo el régimen comunista de Nicolae Ceausescu, que una aguerrida abuela, por caso, defiende con uñas y dientes. Se trata de una escena antológica, filmada entre las cuatro baldosas de una cocina minúscula, en la que la abuela Evelina, entorchada con un gorro como de cosaco, se reivindica orgullosamente comunista con los mejores argumentos y en la que sin culpa alguna hace llorar a su nieta, una madre joven pero no por ello menos nostálgica de un remoto régimen monárquico que ni siquiera parece haber estudiado en la escuela.

Es la Historia con mayúsculas la que Cristi Puiu pone en escena a través de las pequeñas historias personales de cada uno de sus personajes. En ese espacio mínimo, Puiu se las ingenia para dar cuenta también de algunas de las instituciones de mayor valor simbólico: la familia, en primer lugar; pero también la religión y finalmente el ejército. Y todo esto con una cuota de humor que parece deberle tanto al teatro del absurdo de Ionesco (un rumano a quienes los cineastas de su país parecen deberle más de lo que le reconocen) como a El discreto encanto de la burguesía, de Buñuel, en tanto todos, vecinos y parientes, están famélicos frente al banquete dispuesto sobre la mesa familiar, pero que no puede tocarse mientras no sea bendecido por ese sacerdote que nunca termina de llegar.

Es notable la manera en que Puiu –como ya lo había conseguido en La noche del señor Lazarescu– consigue primero sortear y luego trascender los peligros del costumbrismo para ir alcanzando en cambio un raro estado de intensa melancolía. Le basta a veces con cambiar de ritmo, bajar la velocidad y concentrarse en un par de personajes en lugar del conjunto, para conseguir entonces momentos de una intensa intimidad. Otro recurso extraordinario es cuando después de haber tenido a un puñado de personajes abarrotando el cuadro, pasa de pronto a ubicar su cámara (que siempre elige el mejor lugar, como si no hubiera otro posible) en un espacio vacío, el pasillo del departamento por ejemplo, donde se ve un abrir y cerrar de puertas y gente que pasa, pero nada sin embargo que a priori parezca esencial. Sin embargo, se produce allí súbitamente una distancia que parece darle sentido al todo, como si el ojo del director (tal como él mismo lo reconoce en la entrevista que acompaña esta reseña) pudiera ver al fin la incoherencia del mundo con los ojos extrañados del muerto.