Sangre en la boca

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Entre el cuadrilátero y las sábanas

Un relato desesperado con el acento en la relación entre el box y el sexo. Piñas con belleza plástica y sábanas golpeadas.

El cortometraje es del 2008 y se denomina Sangre en la boca. Evidencia de un gusto (o sabor) reincidente, que le permite al director Hernán Belón volver a la temática, con variaciones argumentales, y desde el largometraje. Lo hace luego de una película notable como lo es El campo, atenta a la relación de una pareja alterada (Leonardo Sbaraglia y Dolores Fonzi), que decide irse a vivir fuera de la ciudad con su hija pequeña.

Sangre en la boca toca el pozo hondo de un vínculo desgastado, con hijos ya crecidos y el box en su etapa final. Es lo que permite entrever Ramón (Sbaraglia), cuya edad todavía no se corresponde con su momento deportivo, aun cuando se encuentre en la cima de la categoría, con vigor para rato. Deporte y familia aparecen como caras superpuestas, todavía imbricadas, pero con matices de fricción que crecen.

Este malestar se percibe desde la manera con la que los personajes se (mal) tratan. El afecto se tiñe de golpes, o a la inversa. Esto es así tanto entre Ramón y su esposa (Banchi) como con sus hijos. De a poco se dibuja un espacio raro que se estira para hacer caber presagios de alerta. Como lo supone Ramón mientras conduce el automóvil: los niños juegan o discuten, el volante puede quedar sin manos, los chicos reciben caricias bruscas. Una misma tensión se percibe entre los demás personajes. Todos, en Sangre en la boca, se manifiestan de modo violento.

El disparador final lo supone la aparición de Déborah (Eva de Dominici), la joven misionera que entrena en el gimnasio al que decide volver Ramón. El carácter irascible de los dos no tarda en hacer combustión. Los ejercicios en el cuadrilátero, con la soga o con la bolsa, tuercen en alusiones eróticas. Aspecto que no tardará en conocer su reverso: cuando el turno sea el de la cama, ésta se convertirá en ámbito de disputa. La misma habitación de la pensión, de hecho, será también émula de un ring. El placer, entre otras cosas, estará en dar y recibir golpes. Así, el gusto de la boca se tiñe, todavía más si hay besos.

Desde lo formal, la relación recíproca entre box y sexo posee en la película de Belón la misma atención. La recreación de ambas instancias es igualmente explosiva. Las peleas son tan contundentes como los combates en la cama. Hay una entrega física por parte de los intérpretes que los vuelve dignos de admiración. El grado de exposición de sus cuerpos está a la par de una caracterización que los extraña, de una manera simbionte, y que no evita juegos cinéfilos desde ambos costados: la referencia a El desprecio, de Godard, y las citas escenográficas -barrio, callecitas y gimnasio- que remiten a Rocky.

Si el placer está en dar piñas tanto como en revolverse entre las sábanas, lo demás comienza a desvanecerse. ¿Cómo resistir la tentación violenta y curvilínea de Déborah? Ella es la femme fatale del relato, es en ella en quien se advierte otra mirada, de miedos y propósitos diferentes.

Déborah es la dama fatal porque Sangre en la boca es una película negra. Está dedicada a ahondar en la caída de su protagonista. Ramón cumple, de esta manera, con el prototipo del antihéroe: atribulado, abismado, incapaz de escapar al fin trágico. Ella, claro, es la perdición. El personaje boxeador -de construcción compleja, síntesis de la lucha de clases- ha sido el preferido de muchos de títulos del cine negro: de Luchador (1949), de Robert Wise, con Robert Ryan; a Tiempos violentos, de Tarantino, con Bruce Willis. En esta línea se inscribe la película de Belón, alejado del tratamiento que el deporte puede tener en otras experiencias como Gatica, el mono, de Favio o Carlos Monzón, el segundo juicio, de Gabriel Arbós.

Sangre en la boca es también una expresión que alcanza a todos los demás personajes. La violencia no viene sólo de los puños, las palabras la construyen de otras maneras, también demoledoras. Esto es algo que alcanza tanto a los familiares de Ramón -niños incluidos- como a su entrenador evangelista, tan paradójicamente pacífico (Claudio Rissi). Vale decir, la palabra que tranquiliza y elige conciliar no deja de ser un acto igualmente violento, tendiente a garantizar el statu quo.

En medio de todo esto, otro garante de esa estabilidad malsana es el adinerado y venturoso candidato a intendente (de Avellaneda) que compone Osmar Núñez. Está caracterizado como un monigote, perfecto. Atento a las maniobras que le convienen, con un boxeador al que sabe cuándo recurrir, dónde encontrar. ¿Cómo es que sabe del paradero de cualquiera? No hace falta que la película lo explique. Así como lo supone una de sus elipsis magníficas: Déborah se le aparece a Ramón frente a su casa. Corte. Los cuerpos desnudos entreverados. ¿Cuánto tiempo pasó? ¿Qué sucedió con lo visto antes, en casa de Ramón?

En ese momento, la alteración del tiempo y el espacio alcanza su punto álgido. A partir de allí, sólo puede venir la caída.