Sangre de mi sangre

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

Una lucha de luces y sombras.

En su díptico Sangue del mio sangue, el gran director de Vincere y Bella addormentata vuelve, como el gran autor que es, a sus temas de siempre: el peso agobiante, opresivo, de la religión católica; el poder liberador del deseo; la fuerza misteriosa del inconsciente.

El extraño, desconcertante díptico que conforma Sangre de mi sangre, el penúltimo film del extraordinario director italiano Marco Bellocchio puede ser interpretado de varias maneras, pero hay un nexo evidente entre las dos historias que conforman su estructura: Bobbio, el pequeño pueblo de origen medieval de la región de Emilia-Romaña, donde el director ha confesado que pasó los momentos más intensos de su infancia y adolescencia. Es Bobbio entonces el disparador de estas dos fantasías en tándem, en las que Bellocchio vuelve –como el gran autor que es– a sus temas de siempre: el peso agobiante, opresivo de la religión católica; el poder liberador del deseo; la fuerza misteriosa del inconsciente.

El comienzo del film es de por sí revelador. Siglo XVII: el luminoso jardín del convento de Bobbio, donde unas monjas de clausura recogen risueñas los frutos del huerto, esconde bajo su superficie los lóbregos claustros donde cuelga, cabeza abajo, a modo de tortura, un “fruto” podrido, Benedetta, una novicia acusada de haber llevado al suicidio a un sacerdote, perdido de amor por ella. Ese contraste entre la luz y las sombras será, a partir de entonces, una suerte de leitmotiv estético y temático del film, en sus dos episodios, ambos atravesados por una inquietante atmósfera gótica, en las antípodas del cine naturalista italiano al uso.

En Bellocchio, nunca nada es convencional, ni se ajusta a los cánones narrativos tradicionales; de hecho, quizás sea –con la salvedad de Godard, que siempre es una excepción– el último moderno del cine europeo. Este primer relato no se contenta, a la manera prosaica de Giordano Bruno, por caso, con describir el calvario de Benedetta, que atraviesa con una fiereza indómita cuanta prueba de su pacto con el diablo quieren arrancarle sus inquisidores. Por el contrario, ella se vuelve cada vez más elusiva, se agiganta como misterio, mientras el hermano mellizo del muerto, un impulsivo noble que quiere verlo reivindicado y sepultado en tierra santa, no puede sino caer también bajo el influjo casi vampírico de Benedetta.

Maestro en el dominio de varios tonos superpuestos, como lo ratificará a su vez en el segundo episodio del film, la gravedad de la historia no le impide a Bellocchio sin embargo juguetear en un par de escenas con dos hermanas beatas, que ni se calzaron los hábitos ni se casaron, pero que ante la intempestiva presencia viril del colérico noble como su ocasional inquilino, no pueden resistir la tentación de “ayudarlo a desvestirse” y deslizarse juntas en su lecho. El deseo, una vez más, se consagra como el primer enemigo de la religión católica, y a la vez como su mejor antídoto.

La misma puerta pesada y oscura con que se inicia el primer episodio es la que abre el segundo, que transcurre en tiempo presente. Por allí pretende ingresar un supuesto inspector municipal, que dice tener autoridad para registrar el convento, ahora llamado “prisión”, y que sería vendido por el impotente Estado a un multimillonario ruso, quien le daría uso como fundación artística u hotel de lujo, eufemismos de un lavado de dinero. Con variadas excusas, un guardián, sin embargo, le impide el paso, porque allí habita hace años, subrepticiamente, un conde (Roberto Herlitzka), a su manera una figura tan oscura, enigmática y perenne como Benedetta.

Todo en este episodio –el carácter farsesco, casi televisivo de los habitantes del pueblo; la grotesca impostura en la que viven– parece indicar que ahora la religión ha cedido su poder al dios dinero. El convento ya no encierra luchas teológicas sino intereses económicos en pugna. Y el conde, que significativamente prefiere la noche al día, preside desde esa oscuridad una macabra logia que parece abarcar al pueblo todo, un ejército de personas comunes, diurnas, pero conjuradas para vampirizar fondos y pensiones estatales, con estratagemas diversas.

Rodeado de actores y técnicos que son su familia metafórica y literal (sus hijos Elena y Pier Giorgio, su hermano Alberto), Bellocchio parece buscar en Sangre de mi sangre sus raíces, pero no en la historia fáctica de ese pueblo al que se siente pertenecer desde su infancia sino en su inconsciente, en los sueños y pesadillas que el paisaje de Bobbio le provocan y a los que él se entrega sin temores ni explicaciones, dispuesto simplemente a que la belleza –y hay mucha en el film– surja sorpresiva, libre, sin pedir permiso.