Salve César‬

Crítica de Diego Lerer - Otros Cines

El cine como religión

Tras inaugurar en febrero el Festival de Berlín y luego de haberse estrenado ya en casi todo el mundo, finalmente se lanza en las salas argentinas la nueva película de los hermanos Coen. Se trata de una agridulce comedia con mucho de humor absurdo, pero también con un espíritu cinéfilo que homenajea -con más corazón que odio- al sistema de estudios de Hollywood en la década de 1950. Aunque no llega a ubicarse entre los mejores films de los creadores de Barton Fink, El gran Lebowski, Fargo y El gran salto, su espíritu lúdico y el aporte de un elenco que encabezan Josh Brolin, George Clooney, y Scarlett Johansson lo convierten en un divertimento entretenido y poco menos que irresistible.

Un divertimento. Así se podría calificar a ¡Salve, César!, la nueva película de los hermanos Coen. Un film liviano en tono de comedia que intenta capturar el espíritu del Hollywood de la década de 1950 pasado por el tamiz ácido y crítico de los realizadores de Fargo. Los Coen más “livianos” y directamente cómicos, si se quiere, son los más irregulares: allí donde comedias como Educando a Arizona o El gran Lebowski funcionaron muy bien, otras como El amor cuesta caro, El quintento de la muerte o Quémese después de leerese fracasaron; en algunos casos, de manera estrepitosa.

¡Salve, César!, por más de un motivo, tiene similitudes con El gran salto, de 1994. Por un lado, porque ambas transcurren en la misma década y tienen escenarios, personajes y hasta situaciones parecidas. Y, por otro, porque ambas son películas de momentos, de pequeños hallazgo,s pero demasiado irregulares como para entrar en el panteón de las mejores de los Coen. En este caso, da la impresión que los hermanos hicieron una suerte de grandes éxitos, invitando a muchos actores conocidos a participar en roles menores y siendo un tanto menos condescendientes y más amables con sus personajes. Sin embargo, estos elementos que son más que bienvenidos en su cine –la ligereza en el tono y la empatía con los personajes– no redundan en un gran film, sino en uno apenas simpático con algunos extraordinarios (y absurdos, como sólo los Coen pueden ser absurdos) momentos.

La película tiene como protagonista a Eddie Mannix (Josh Brolin), el encargado de que el estudio de cine Capitol funcione en el día a día, en 1951. No es el jefe ni el presidente, sino más bien el “encargado in situ”, el que trata de que todas las operaciones estén encaminadas, las estrellas no se metan en problemas y las películas estén listas en tiempo y forma. En lo que será una recurrente metáfora religiosa cristiana, Eddie –el “Cristo” de esta peripecia, el que absorbe los pecados de Hollywood– vive yendo a la Iglesia a confesarse por tonterías, cumple con las decenas de obligaciones paralelas de su trabajo y no tiene tiempo para su familia. Pero ama su trabajo. O, al menos, eso cree.

¡Salve, César! opera mediante varias subtramas paralelas del día a día de los estudios que en algunos casos se cruzan y contaminan unas a otras y en otros, no. El eje narrativo principal es que durante el rodaje de la película que da título a ésta (una épica de romanos encontrándose con Jesucristo a lo Ben Hur), la estrella de ese film, Baird Whitlock (George Clooney, a sus anchas y despatarrado como pocas veces) es secuestrado por un misterioso grupo que se hace llamar El Futuro y que, pronto sabremos, planea vengarse de los estudios por motivos políticos que será mejor no develar aquí. Eddie tiene que pagar el rescate, tratar de encontrar a su estrella y terminar la película.

En paralelo, otros actores de su estudio están metidos en sus propios problemas. La estrella del rodeo Tobey (un excelente Alden Ehrenreich, que aquí conocimos en Tetro) pasa de los westerns a actuar en un sofisticado drama del estudio, pero el pobre no puede decir dos palabras juntas y menos aún cuando vienen de la pluma de Laurence Lorenz (Ralph Fiennes), un director refinado y gay que poco empatiza con este cowboy de Texas. DeAnna Moran (Scarlett Johansson) es la Esther Williams del estudio, la que se luce en películas que incluyen ridículas escenas de nado sincronizado. Pero la mujer ha quedado embarazada de un hombre casado y cae en los hombros de Mannix encontrar una solución al asunto.

Y también está Burt Gurney (Channing Tatum), una bizarra versión de la típica estrella musical a la Fred Astaire/Gene Kelly, que tiene sus propios secretos, pero que baila y canta maravillosamente bien, aunque algo “pasado de rosca” para la época. En el medio, además, dos hermanas periodistas de la industria (ambas encarnadas por Tilda Swinton) amenazan, cada una con su estilo –ya verán– sacar al sol algunos trapitos oscuros del estudio, en especial los que tienen que ver con la por entonces muy bien escondida vida sexual de sus estrellas.

Las escenas se suceden casi a modo de ensayo y error. Algunas no funcionan nada bien –como la reunión de religiosos para aprobar el guión de la película sobre Cristo o, llamativamente, la espectacular pero no del todo graciosa aparición subacuática de Johansson– mientras que otras son mucho más divertidas, en especial todas las relacionadas con Clooney y sus secuestradores, las secuencias con el tonto/buenazo cowboy y la antológica rutina de baile de soldados que capitanea Tatum. En el siempre muy sólido Brolin recae la “seriedad” de la película, su eje temático. Su Mannix es el típico sufrido antihéroe de los Coen, el que trata de hacer todo bien pero no siempre lo logra por designios que siempre parecen venir… del más allá.

Con cameos de Jonah Hill, Frances McDormand, Christopher Lambert y otras figuras reconocidas del cine y la TV, ¡Salve, César! resulta demasiado episódica y sus escenas no son siempre tan efectivas como podrían serlo, como si por una vez una película de los Coen no tuviera el timing cómico preciso que acostumbran tener. Lo que es impecable, como siempre en sus films de este tipo, es la reconstrucción de época, ese un tanto exagerado Hollywood de los ’50 con sus Listas Negras, con su miedo a la llegada de la televisión, con sus cada vez más decadentes producciones (cuidadas al detalle) y su sistema de estrellas protegido casi policialmente que iba a empezar a desbarrancar, unos pocos años después, con la llegada de una nueva generación de actores, como James Dean y Marlon Brando.

De una manera burlona, pero curiosamente –para ellos– afectuosa, los Coen parecen saludar a ese Hollywood clásico que iba desarmándose como factoría de protegidas celebridades para transformarse en otra cosa. Y lo hacen casi a costa de los que intentaban transgredir ese status quo tanto cinematográfico como político, los que cuestionaban ese sistema capitalista/religioso, ya que para ¡Salve, César! –o bien, para los Coen– no hay demasiadas diferencias entre una cosa y la otra. Un estudio de cine es, para ellos, un microcosmos del mundo, de entonces y de hoy. Y las películas son una religión que podrá considerarse otro opio de los pueblos, pero que también pueden llevar entretenimiento y fantasía a mucha gente. Siempre y cuando la estrella en cuestión se acuerde la letra y la película pueda terminarse… a la hora señalada.