Relatos salvajes

Crítica de Roger Koza - Con los ojos abiertos

Desde que se vio el tráiler de Relatos salvajes, la tercera película de Damián Szifrón despertó grandes expectativas. Almodóvar, que produce el film, acompaña a Szifrón y a Ricardo Darín a todos lados; las dos funciones de prensa de ayer estallaron de público y las dos oficiales estallaron de público.

Relatos salvajes, que en estos días fue vendida a los principales mercados del mundo, va a triunfar en todos lados. Es un film campeón, seguro de sí, pletórico de adrenalina para despertar a cualquier pusilánime y formalmente pirotécnico para convencer a todos. Las críticas de Hollywood Reporter, Variety y Screen International, la Santísima Trinidad periodística de Cannes, le han levantado el pulgar. El triunfo se huele.

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Miembros del equipo de Relatos Salvajes
Desde el principio el film muestra tanto su potencial como sus falencias. En un vuelo comercial, un grupo de pasajeros va descubriendo que ninguno de ellos está ahí por casualidad. Hay una razón y tiene un nombre: un tal Pasternak. La venganza articula simbólicamente todo el film: este neurótico, que permanece en fuera de campo, está dispuesto a darles su merecido a todos los que lo lastimaron a lo largo de su vida: novias, profesores, amigos y psicólogo. El primer relato, que es un epílogo, termina con un avión en picada y con un destino muy preciso. El corte de la escena es, como toda la película, ingenioso, y el público de la sala lo festejó como un gol tempranero en un mundial. Después siguen los créditos iniciales: a cada nombre del elenco le corresponde un animal salvaje, una muy buena idea, uno de los pocos momentos elegantes. Algo queda claro desde el arranque: Szifrón volvió a todo o nada.

Lo que une todos los relatos breves de la película de Szifrón es la violencia social. En Relatos salvajes hay un par de muertos y unas cuantas explosiones. ¿Una comedia negra con una pizca de sociología crítica? Como sucede en la reciente Historia del miedo, la película de Szifrón absorbe un clima de época y lo transforma en combustible. Es un film crispado: una cocinera envenena a un intendente reaccionario; un “negro” y un joven rico en su Audi terminan matándose al lado de un río; un millonario tienta económicamente a su jardinero para que asuma, en lugar de su hijo, la responsabilidad por la muerte de una mujer embarazada.

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Relatos salvajes
El episodio de Darín funcionará entre nuestros compatriotas como una catarsis colectiva. Los actos del ingeniero Bombita sintetizan la fantasía de una gran mayoría silenciosa de argentinos. En el relato más logrado del film, Darín es un ingeniero al que la grúa le lleva el auto dos veces. La burocracia administrativa, la connivencia entre la intendencia y una empresa y la corrupción generalizada llevarán a una identificación inmediata del público con la bronca del ingeniero. Y Szifrón lo intuye y lo expone en todo su esplendor cuando un simpatizante de Bombita le pide que vuele a pedazos toda la AFIP.

El pragmatismo justiciero de Szifrón ya tiene sus fans. La pregunta es si estamos frente a una gran película o no. Por momentos, Relatos salvajes parece un conjunto de cortometrajes unidos por un hilo conceptual; si no fuera por su espectacularidad ostensible, podría pensarse en sketches televisivos simulados como cine. Un oído atento a los diálogos detectará de inmediato el artificio. El trazo con el que Szifrón pinta a todos sus personajes es sociológicamente demasiado grueso, y la grosería gratuita asoma sin escrúpulos. Se dirá entonces, a modo de apología encubierta, que estamos frente a un film de género, como si esa presunta filiación habilitara una suspensión moral y política de la estética. Pero las grandes películas de género, no deberíamos olvidarlo, siempre aportan un balance casi imperceptible entre las cualidades morales de sus personajes. Por otra parte, ¿es Relatos salvajes realmente una película de género?

El recurso a la misantropía para articular la comicidad es probablemente el atajo más recurrente para un cineasta, un modo de sortear la conciencia con la que se filma y mira un mundo específico.

White God de Kornel Mundruzcó, al igual que Relatos salvajes, también empieza con todo. Una jauría de perros muy numerosa atraviesa las calles vacías de Budapest. La imagen es poderosa: son cientos de perros corriendo detrás de una sola criatura humana, una adolescente que va en bicicleta. ¿Es un sueño? Después aprenderemos que es un flashforward.

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Presentación de White God
El relato es literalmente salvaje y bien podría ser otro capítulo del film de Szifrón. El director húngaro, que tuvo la osadía de dedicar su película a Miklos Jancsó, comparte una filosofía parecida con el realizador argentino: el mundo apesta, los seres humanos son esencialmente salvajes.

Lili tiene que irse a vivir con su padre por tres meses debido a que su madre tiene que viajar por trabajo. Irá a lo de su padre a regañadientes, y con ella se llevará a su perro Max. El padre, desde un inicio, rechazará a Max, y en cierto momento la mascota terminará en la calle. De ahí en adelante, con unos 15 minutos interesantes en cómo los perros se las ingenian para escapar de los guardias de la perrera municipal, White God se convertirá en una cruza berreta de Al azar Baltasar, Amores perros, White Dog y El planeta de los simios: revolución, un verdadero espanto. El perro Max pasará por distintos dueños, se convertirá en un perro de riña y terminará en la perrera. Allí liderará una revuelta canina que solamente será vencida por un par de notas de Richard Wagner interpretada por una trompeta.

Las dos películas desnudan involuntariamente el centro filosófico del festival de Cannes: la perversión, la crueldad y el resentimiento son cualidades humanas que cotizan muy alto en la mirada de sus programadores. Un sorete cayendo en un parabrisas es pura algarabía. El mejor amigo del hombre descuartizando a un malviviente un acto de justicia. Esta es la regla, y como ya sabemos: “la regla desea la muerte de la excepción”.