Ready Player One: Comienza el juego

Crítica de Andrés Brandariz - Cinemarama

You make my dreams

“Nuestra alma de niño muere en nosotros cuando ya no la necesitamos”, le dijo Steven Spielberg a Richard Schickel en 2005, entrevistado por Time con motivo del estreno de Munich. Tanto Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal como Mi amigo el gigante, orientadas al público juvenil y realizadas con posterioridad a estas declaraciones, me hicieron pensar que sus palabras eran, efectivamente, verdad: ambas películas sufrían de una simplonería y una autoindulgencia preocupantes. Como Robin Williams en Hook, Spielberg parecía haberse olvidado de cómo jugar, convirtiendo el apasionamiento de la juventud en mera pantomima. Solo algunos pasajes de la vertiginosa Las aventuras de Tintín: El secreto del unicornio ofrecían la esperanza de que ese niño siguiera agazapado en el corazón del director esperando su oportunidad. Si bien Tintín carecía de la hondura dramática y de la potencia emotiva que el norteamericano logra combinar de manera tan perfecta, ampliaba las fronteras de lo que Spielberg podía hacer con una cámara si se liberaba de los límites físicos y logísticos del mundo real y abrazaba ese espacio ilimitado que ofrece la animación por computadora. Faltaba Ready Player One, su incursión (formal, temática y narrativa) definitiva en el mundo digital para terminar de confirmar que el niño que habita dentro de Steven Spielberg no solo sigue vivo, sino que goza de una salud inmejorable.

A menos de una semana de su estreno en salas argentinas, ya ha circulado mucho escrito sobre esta película. Uno de los valiosos es el que Federico Karstulovich escribió para Perro Blanco. Rescato una importante observación que él realiza sobre el uso (y deliberado abuso) de las referencias a la cultura pop de los años 80’ y 90’ en el OASIS, mundo virtual en el que transcurre la mayor parte de la película: si bien estas referencias son omnipresentes a lo largo del largometraje, Spielberg nunca apela a la nostalgia. En primera instancia, su decisión de hacerse cargo de una historia que profesa tanto amor hacia los años en los que el cineasta forjó sus mayores éxitos parece poco acertada: es la trampa perfecta para el regodeo ególatra. Tal vez un director más joven, uno que pudiera mirar la época homenajeada con distancia en vez de un veterano que haya sido parte de ella. Pero Stranger Things o The Force Awakens han demostrado que, sin dejar de hacer buenos productos, son los directores más jóvenes los que más idealizan al cine del pasado. Es lógico que Spielberg no exhiba ningún tipo de reverencia hacia su propia época. Y es desde este lugar que Ready Player One exhibe una urgencia palpable: la de encontrar, entre tanta memorabilia del pasado, a los héroes del presente. Las referencias a la cultura pop de los 80 y los 90 no es más que un juego para Wade Watts/Parzival (Tye Sheridan) y sus amigos: no pueden (por edad, por contexto social) establecer el mismo vínculo afectivo que los nacidos es esas décadas establecemos con ese material. Es el lugar del juego, no el de la nostalgia fosilizada, el que le corresponde a esa memorabilia.

En Ready Player One el placer del juego por el juego mismo se opone al corporativismo de la IOI (Innovative Onine Industries), presidida por Nolan Sorrento (Ben Mendelsohn). El villano solo persigue el triunfo: en su ambición, no contempla la diversión ni la comprende. A este corporativismo exitista combate, desde el mismo corazón de Hollywood, Ready Player One: pocas veces uno siente tanta pasión por divertirse como en esta película. Las comparaciones con la trayectoria del propio Spielberg se han explorado profusamente en reiterados escritos, pero a mí me resulta oportuno destacar dos. Cuando Wade gana finalmente el Huevo de Pascua y se hace acreedor del control total sobre el OASIS, acontece un momento de una profunda emoción spielberguiana y cinematográfica. Sorrento, con un arma en mano, entra a la camioneta donde Wade está inmerso en la realidad virtual, indefenso ante el mundo real. Sorrento le apunta, pero se detiene cuando se da cuenta de que Wade acaba de encontrar el Huevo. A Wade se le escapa una lágrima de emoción: jugar tiene premio, una recompensa intangible que sólo el joven puede ver. Sorrento, conmovido por esta emoción de jugar tan ajena que no podrá nunca entender, opta por no disparar. Más tarde, Wade evita la tentación del corporativismo repartiendo la fortuna con sus amigos. ¿Cómo evitar perder al niño interior cuando llega el turno de asumir las responsabilidades de adulto que traen el dinero y el éxito?: buscando a otros que quieran seguir jugando con nosotros. Es por esto que Ready Player One está lejísimos de desdeñar la virtualidad: el mundo virtual, el OASIS, es una invitación para que la gente se encuentre y se vincule de la forma más libre posible. Lo único que importa es que eso no se convierta en un espacio de escape u ocultamiento: OASIS es el medio, no el fin.

El otro vínculo que pretendo establecer con la figura de Spielberg es el personaje de Halliday, otra magnífica creación de Mark Rylance en su tercera colaboración con el director. En una escena íntima y conmovedora, la figura del niño aparece en forma corpórea: Halliday le cuenta a Wade sobre su infancia solitaria jugando videojuegos, antes de despedirse de él dejándolo dueño del mundo que creó. “Gracias por jugar mi juego”, le dice Halliday a Wade. En esa brevísima línea de diálogo, y en el hondo delivery de Rylance, queda contenida la obra toda de Steven Spielberg: un niño que se ha fabricado una carrera jugando sin límites haciendo realidad sus sueños en simultáneo con los del público, que aún hoy lo recompensa con fidelidad. A vos gracias, Spielberg: gracias por tu juego.