Rabo de peixe

Crítica de Guillermo Colantonio - Fancinema

La confluencia entre el mundo y una mirada

En la extraordinaria E agora? Lembra-me, Pinto trabajaba sobre un estilo documental a partir de la primera persona y el diario íntimo. No hacía gala de la enfermedad desde la victimización sino desde un marco posible para dejar preguntas: ¿cómo filmar la agonía sin caer en sensiblerías? ¿Cómo demostrar vitalidad en medio de una enfermedad? ¿De qué forma se puede hacer arte en medio del dolor personal? En ese trayecto ensayístico, la enfermedad del cuerpo se trasladaba a la enfermedad contemporánea: un mundo que se derrumba en su egoísmo, en sus políticas corrosivas, en la velocidad del capital, en la pobreza, temas tratados con incisión a partir de una encantadora voz en off que no temía cuestionar posturas acomodaticias y tranquilizantes. A esa estrepitosa caída, Pinto le contrarrestaba su entorno cotidiano, la dedicación de su pareja, el amor hacia los animales y hacia la naturaleza, la conservación de la curiosidad, del asombro por seguir descubriendo libros (sí, libros, no citas de citas, como bien dice hacia el final del metraje) con las pocas fuerzas que le van quedando debido a que padece el VIH y la hepatitis C.

Rabo de peixe transita por el mismo camino, pero desplaza la mirada hacia una comunidad de pescadores en la Isla de Ozores, durante los años 1999 y 2001. El documental es una respuesta a la alteración que hizo un canal de televisión sobre el material filmado por Pinto y Leonel, manipulado para que no se filtre una visión negativa acerca de cómo los pobladores son afectados por economías industriales. La reorganización de las imágenes obtenidas da vida a una nueva película que no sólo registra sino que sienta posición al respecto. Y lo hace desde el comienzo, cuando la hipnótica voz en off (que asumirán ambos directores) establece la necesidad personal de viajar a lugares alejados del mundo moderno capitalista y mostrar la crisis de la pesca artesanal, amenazada por intereses poderosos. Es decir, lo privado y lo público se conjugan para hacer política sin bajada directa, sin tesis previas.

En este sentido, así como los mejores cineastas contemporáneos buscan imágenes vírgenes de la contaminación audiovisual de turno, Pinto y Leonel extienden esa mirada a la exploración de un mundo edénico, precapitalista, cuyos fundamentos son la solidaridad y el desinterés mezquino. “Hablamos de esa idea cada vez más rara de un hombre libre”, nos dicen. Luego, “el aire es tan puro que cuesta respirar”. En este gesto discursivo cercano a la voz narrativa de los viajeros que inscriben su experiencia en la letra, no hay lugar para actitudes etnocentristas. Los pescadores (los personajes de la película) no son “nobles salvajes” que se miran desde un pedestal; los salvajes no son nobles y están allí afuera, acechando con la excusa de la productividad (“eso que llaman progreso barrió todo”). Pedro y su hermano son relevados como los primeros y genuinos eslabones de la exportación de pez espada. Si están fuera de la ley para pescar no incurren en la corrupción, sino que obtienen su licencia a base de estudio. Por ello, la cámara los acompaña y los cineastas ponen el cuerpo. Y además la misma cámara se ofrece, se presta, el “otro” participa, porque el “otro” también somos nosotros. Los chicos se filman y nos regalan aquellas primeras imágenes con reacciones graciosas y morisquetas de los inicios del cine. El “otro” ofrece imágenes (Pedro les dirá que las vengan a buscar al mar), propone. “Sentimos lo próximo que estamos unos de otros”. Los “otros” son compañeros de aventura. Filmar sirve para acercarse y descubrirse, dado que “la amistad a veces ocurre”.

De esos se trata. De poner el cuerpo. Pinto concibe un modo de hacer cine documental que experimenta con la vida. El seguimiento de la región que elige para mostrar parte de una premisa: la fidelidad en base a la pertenencia. Para poder dar cuenta de ese lugar, hay que estar, pertenecer, no traicionar la representación con falsos heroísmos impostados de ficciones industriales o mirar desde arriba. Se participa desde los más recónditos espacios cotidianos, se convive con todos los seres. Esta decisión elude el pintoresquismo ordenado y cómodo, y propone el ensayo como forma: esa región y ese modo de vida son motores productivos que se abren desde un centro hacia pequeñas historias incluidas y vuelven luego al corazón de la comunidad

Es una mirada generosa la de los directores: avanza con asombro, sin prejuicios, sin intrusiones, se toma su tiempo. Es una mirada que busca y que se hace tiempo para interrogar. Y si el cineasta es testigo activo, la cámara nunca sume un único punto de vista sino que se mueve marginalmente sin llamar la atención, desde diversos ángulos; cuando reposa lo hace para captar momentos irrepetibles de encanto natural, fascinante mezcla de belleza y secretos (advertir las secuencias de peces danzantes en aguas cristalinas, diversos momentos del día y el notable acompañamiento musical).

Rabo de peixe es el registro de un proceso, nunca un resultado. El carácter vulnerable de los sujetos que hablan (Joaquim está enfermo y Nuno bucea y se arriesga al límite en su condición de aventurero) y de la comunidad (cuya actividad artesanal se ve amenazada), hacen que todo permanezca abierto al misterio, tan insondable como el fondo del mar, como el cine mismo.