Que 'la cosa' funcione

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Sorpresas que da la vida

En los últimos años, Woody Allen descubrió el pulso de Londres y recorrió con el ojo del turista Barcelona y París; se recreó con los problemas de los “BoBos” (bohemian-bourgeois) viajeros de mediana edad, siempre entre muestras de arte, conciertos íntimos y excelente gastronomía.

Entremedio, antes de “Conocerás al hombre de tu vida” y “Medianoche en París”, y en el contexto de la huelga de guionistas que sacudió hace un par de años a la industria audiovisual estadounidense, Allen desempolvó un viejo guión que había escrito hace décadas para el actor Zero Mostel, fallecido en 1977. Tal vez, el viejo Woody había buscado en él a alguien que pueda construir un personaje más gruñón, detestable y entrañable que él mismo.

Probablemente, Allen haya visto algún capítulo de “Curb your enthusiasm”, la serie en la que Larry David se interpreta a sí mismo como un sujeto antisocial y ligeramente amoral (cabe recordar que el George Constanza que Jason Alexander interpretó en la serie “Seinfeld” estaba basado por David en el propio David). Allí encontró al actor ideal para ponerse en la piel de Boris Yellnicoff: viejo, judío, neoyorquino, físico brillante, amigo de sus viejos amigos, divorciado, amante de la música clásica, rengo desde un intento de suicidio, que canta el feliz cumpleaños cuando se lava las manos y es capaz de cobrarle una lección de ajedrez a una niña luego de humillarla por la derrota.

Pareja imposible

La vida de este apático, amargo y brillante personaje, regodeado en el sinsentido de la existencia, se verá alterado cuando en su vida aparezca Melody Saint Ann Celestine: participante en concursos de belleza escapada de Mississippi, adolescente, de familia religiosa, sencilla visión del mundo y un poco cabeza hueca. Contra su voluntad, Boris la aloja en su casa y trata de educarla un poco, como si fuera una mascota, o él fuese un Pigmalión desganado. Melody, fascinada por un intelecto al que a duras penas logra de a ratos seguir, comienza a atenderlo, cocinarle y mostrarle el costado lúdico de la vida: así ambos empiezan a ganar algo en el intercambio.

Pero cuando un filme convencional caería en una relación paternal construida, éste se sale de escuadra: en un momento de epifanía, Boris y Melody se enamoran y se casan.

Esto tendrá sus consecuencias, cuando aparezcan los padres de la chica y comiencen a interactuar con el entorno intelectualizado en el que se mueve Boris, lo que modificará las vidas de todos hasta límites insospechados.

De local

Allen vuelve con todo a su terreno más conocido: la ciudad de Nueva York, con su efervescencia multicultural, reñida con las conservadoras costumbres del centro del país; el humor ácido e hiriente, personajes algo grotescos pero siempre un poco queribles.

Se juega aquí por una puesta visual sencilla, con algunos vínculos estéticos con su producción más reciente, pero poniendo énfasis en los diálogos inteligentes (incluso apelando a la “interacción” con el espectador, a través de comentarios a la cámara), en las réplicas de estos personajes que están en proceso de transformación.

Para construirlos, se apoya en un elenco excepcional, que tiene como figura central al citado David, en la piel del insoportable Boris. A su lado, Evan Rachel Wood construye a la adorable y tontaina Melody; Patricia Clarkson se pone en la piel de Marietta, la conservadora madre de la chica, que encontrará su vocación y su liberación en la Gran Manzana; Ed Begley Jr. es John, ex esposo de Marietta, que encontrará también su verdadera identidad; y Conleth Hill interpreta con sapiencia a Brockman, el amigo de Boris que tendrá una parte importante en todos estos procesos.

En el camino, aparecerán nuevos rivales amorosos, y hasta alguna opción sin tener que elegir. Las parejas terminarán reacomodándose como siguiendo un orden cósmico que Boris siempre negó, pero más cercano al de la mecánica cuántica que al de sir Isaac Newton. Las cosas no son como uno espera, o ha planificado, ni hay fórmulas para todo: lo importante es aceptar “lo que sea que funcione” (tal sería una traducción más literal del título original), sin prejuicios ante las posibilidades infinitas.