Que 'la cosa' funcione

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

1. Viajes. Acá se estrenó después de Conocerás al hombre de tus sueños, pero Que “la cosa” funcione en realidad le sigue a Vicky Cristina Barcelona, esa especie de frutilla de postre colorida de la feísima trilogía anterior de Woody Allen. Después de hacer un viaje de tres películas por Inglaterra y una pasada rápida por Barcelona, Allen vuelve a New York. El problema es que, como toda la gente sabe, los viajes cambian a las personas, uno nunca es igual después de haberse movido de un lugar a otro del planeta, sin importar la distancia que haya recorrido. La clave es un poco esa. El cine de Rossellini mutó de la urgencia neorrealista al didactismo televisivo seguramente por muchos motivos, pero detrás de ese cambio hubo viajes, que muchas veces se aprecian hasta en los títulos de sus películas: de Roma a toda Italia (Paisá, Viaje en Italia), de Italia a Alemania (Alemania año cero), después a todo un continente (Europa 51) hasta arribar en la India, esa tierra extraña que el director mira desde el asombro más respetuoso. La pasión por el cine y los viajes lo llevó incluso a convertirse en una especie de Doc Brown adelantado a su época: cuando el mundo le quedó chico, Rossellini empezó a viajar en el tiempo con películas como La toma del poder de Luis XIV o Sócrates. Como decía Godard, Rossellini saltó de lo particular a lo más general, ese es el eterno movimiento que alimentó secretamente su cine. Woody Allen filmó más películas que el italiano, pero igual, a grandes rasgos y dejando de lado excepciones, el viajar también lo arrancó de una cierta comodidad y seguridad del mundo neoyorquino y lo llevó a explorar otros, ya fueran ciudades, países, continentes o, como Rossellini, otras líneas de tiempo. Y, como Rossellini, Allen también realizó una especie de pasaje de lo particular a lo general: la trilogía británica habla desde la tragedia griega y de problemas existenciales bastante más amplios que el abanico de neurosis que el director observaba en sus películas en New York.

2. Colores. Moverse es bueno, desentumece el cuerpo, fuerza los músculos y obliga a mirar el paisaje, a estar atento a lo que pasa alrededor. Mientras viajaba, Rossellini descubrió, entre tantísimas cosas, el color. Al revés, Allen, que ya había trabajado con una enorme variedad de gamas de colores y con el blanco y negro, en su paso por Inglaterra terminó reduciendo la paleta de su cine, que se reconcentró más en el azul y el gris, condimentados ocasionalmente por alguna luz amarilla que horadaba la bruma apagada de Londres. A golpe de vista, lo primero que se siente en el comienzo de Match Point es una pérdida cromática, como si al pasar a la generalidad de la tragedia y los “grandes temas” el cine de Allen no pudiera mantener el trabajo con el color de otras de sus películas más locales, más particulares. El color era lo primero que, de nuevo, golpeaba al ojo en Vicky Cristina Barcelona, pero se trataba de un color pintoresco, pretendidamente típico, como esa escena en un restaurante con aire muy andaluz y un guitarrista de flamenco en la que se habla de la “magia” de las noches españolas. Entonces, color local y variado pero filtrado por el prisma de lo pintoresco, de estética de postal. En Que “la cosa” funcione el color, una vez más, es una de las primeras cosas que atacan la vista. Pero esta vez la fotografía pareciera estar en consonancia con el clima y el lugar de la historia: Allen vuelve a New York, y esa gama de rojos y ocres salpicados por verdes y azules ya no opera como pintoresquismo sino como color propio de una ciudad que el director demuestra conocer como nadie a lo largo y ancho de su cine. No importa acá su historia personal; Allen conoce New York y eso se nota en un nivel puramente cinematográfico, por ejemplo, en la falta de imágenes de lugares típicos o representativos de la ciudad: la única visita a uno de esos lugares (el mausoleo de Grant) es fugaz, el lugar prácticamente ni se ve, y el personaje de Boris lamenta haber ido y explica que nunca había estado allí a pesar de haber vivido toda su vida en New York.

3. Cinismo. Entonces, al cine Allen parece haberle hecho mejor el regreso a casa que todo el recorrido por Inglaterra y Barcelona (peligros de viajar: las cosas no siempre salen como uno espera y el retorno puede ser la mejor parte de la travesía). El problema es que, exitosos o no, decíamos, los viajes cambian a las personas. Y Allen, aunque aceitado, de nuevo en su ambiente y pertrechado con restos de su humor de antaño, cambió, y no hay fotografía, ciudad o historia que pueda disimular eso. Su cine se volvió cínico porque toma distancia de sus personajes y los mira sufrir desde la lejanía, porque desnuda los mecanismos del cine de ficción de manera muchas veces gratuita, porque no respeta la coherencia interna de su historia y obliga a los personajes a hacer cosas que jamás harían (no por nada en Que “la cosa” funcione abundan los vacíos temporales: los momentos más incoherentes son relegados al off mediante elipsis que a veces duran hasta un año entero). Pero, principalmente, se volvió cínico porque su cine es cada vez más un vehículo para un mensaje: Que “la cosa” funcione es una película bien “discursiva”, que todo el tiempo interpela al espectador (los apartes de Boris son apenas un recurso dentro de su aparataje comunicativo) recordándole siempre que está frente a un relato y que, en última instancia, lo que importa no es tanto la humanidad de los personajes sino los temas que se tocan y su posible confirmación, como ocurre con el pesimismo de Boris (que tiene razón y se equivoca alternativamente). Por eso es que el espesor narrativo de los personajes es tan delgado, tan poroso; muchas veces pareciera que lo que le interesa al director no es tanto contar una historia con seres creíbles sino hablar (o seguir hablando, en todo caso) de “grandes temas”: la muerte, la soledad, la genialidad, el amor, la sociedad, etc. Los personajes no son más que depósitos de opiniones y creencias que el director cruza, pone en tensión, con los que juega. A fin de cuentas, de qué otra manera puede entenderse el casamiento de Boris con Melody sino como una unión imposible hecha con el propósito de reírse un poco de los dos y de ver qué sale de la colisión de credos tan distintos.

4. La vida. Sí, es cierto que, casi como por ósmosis, el cine de Allen recupera algo de su vitalidad anterior. La rutina de Boris, las salidas al cine, los paseos, los parques, el cocinar, la forma de vestirse, ir a bares; detrás de la batería de temas “importantes” hay un resto nada despreciable de energía vital que parecía haberse perdido para siempre en los paisajes londinenses y andaluces más pintorescos y que resurgen en la primera escena de Que “la cosa” funcione con un grupo de amigos tomando algo en un café de barrio sentados en una mesa de la vereda. El descenso de las alturas de la tragedia más universal a los hábitos y manías urbanos le hace bien al cine de Allen, lo oxigena. Obvio, en esto cumple un papel fundamental Larry David: es difícil imaginarse la película sin él, casi como si el cómico (otro que hizo stand-up y fue guionista, como Allen) trajera la enorme carga de su universo personal (denso, inquisitivo, neurótico, obsesivo, lúcido) y le inyectara a Que “la cosa” funcione la dosis de urbanidad y observación cotidiana necesaria para que la fórmula no fracase. Woody Allen vuelve a New York pero lo hace cambiado: cínico, algo pretencioso, no cree en sus personajes y decide utilizarlos como piezas en el tablero de los grandes temas. Sin embargo, algo de la vitalidad que rebozaban sus mejores películas se vislumbra de nuevo en Que “la cosa” funcione.