Por siempre amigos

Crítica de Diego Lerer - Micropsia

Los problemas y dificultades económicas y de convivencia entre dos familias de Brooklyn impactan en las vidas de sus respectivos hijos, poniendo en peligro su amistad en este extraordinario drama que se acerca a un complejo tema social apostando por las emociones de sus personajes.

Los cambios sociales y raciales que han tenido lugar en los Estados Unidos a lo largo de las últimas décadas –especialmente en las grandes ciudades– han sido bien documentados por el cine. Sin embargo, pocos han prestado atención a ciertos temas económicos que aquejan a buena parte de la clase media como lo ha hecho Ira Sachs. Si bien su cine es más reconocido por centrarse en temáticas que tienen que ver con la sexualidad, un asunto constante en sus películas podría ser: “¿cuánto cuesta vivir en una ciudad como Nueva York?”. O, “¿cómo se hace para trabajar en lo que a uno le gusta y poder pagar el alquiler a fin de mes?”

Ese es el disparador de LITTLE MEN –aca llamada, de manera bastante reduccionista, POR SIEMPRE AMIGOS–, el motivo que lleva a los personajes, primero, a conocerse y luego a entrar en conflicto. El padre de Brian (Greg Kinnear) ha muerto y ha dejado una casa en Brooklyn y un local que le alquila a una mujer chilena, Leonor (Paulina García) que tiene un negocio en el que arregla y hace ropa. Brian, que es actor y vive en Manhattan, decide mudarse allí para ahorrar costos con su mujer Kathy (Jennifer Ehle) y su hijo, Jake (Theo Taplitz). El chico se hace rápidamente amigo de Tony (Michael Barbieri), el hijo de Leonor, un chico intenso y vivaz, con el que tiene mucho en común.

Pero el barrio está cambiando y así como Brian y Kathy hoy viven en una zona en la que antes jamás vivirían, un local como en el que trabaja Leonor cuesta mucho más que lo que ella le pagaba al padre de Brian. Esos viejos códigos –que eran buenos amigos, que se llevaban bien, que le mantenía la renta porque sabía que no podía pagar más– ya no corren más. Pero no es porque Brian sea un cruel negociante o una mala persona (aunque eso sea lo que Leonor sienta), sino porque también necesita más dinero para poder vivir, ya que su trabajo como actor no está pagando las cuentas. No hay villanos en esta historia (salvo, acaso, la hermana de Brian, una neoyorquina un tanto más desangelada y menos culposa) sino una serie de fallidos en la comunicación, una incomodidad social que no puede ser borrada por ningún manual de la “corrección política” y una serie de equívocos que se van acumulando.

De todos modos, el eje central de la historia no pasa por todo esto que les conté, sino por cómo los dos chicos, los hijos de ambos y amigos instantáneos, atraviesan esta serie de situaciones. Es una generación nueva para la que estas cuestiones parecen no tener mucho sentido –y tampoco están al día con el estado de las cuentas bancarias de ambas familias– y que sufren en carne propia, cada uno a su manera, cómo estos conflictos familiares, económicos, raciales y sociales los van separando y hasta enfrentando hasta verse en la difícil situación de estar tironeados por sus respectivas familias para dejar de verse.

Sachs cuenta con una mezcla de humor casi woodyallenesco muchas de las situaciones, pero con una mirada mucho más cercana a la realidad racial y social. Tiene algo de teatral en su puesta en escena, en la lógica tanto visual como de diálogos con la que construye su trama, pero entiende algo fundamental de una manera que pocos cineastas norteamericanos entienden: que las personas trabajan, ganan, gastan o pierden dinero y que muchas de las relaciones se empantanan en la vida por ese lado. En el 90% del cine de Hollywood, digamos, los problemas económicos o laborales solo aparecen en thrillers con mafiosos o en películas específicamente políticas. En las comedias dramáticas como éstas son temas que parecen no existir. O son solo telón de fondo, muy al fondo…

A la película hay que sumarle otro punto a favor mencionado antes: no hay buenos ni hay malos aquí. Hay, claro, gente que la pasa peor que otra y que sufre de manera más dolorosa las consecuencias de la crisis (lo curioso es que entre los adultos y los niños las cosas parecen ser al revés) pero no hay “malas intenciones” de parte de nadie. Hay un sistema que los lleva a ser empujados a un costado por unos y empujar a los otros y así, sucesivamente, en una secuencia que parece no tener fin. Y ni los chicos, protagonistas emocionales de esta historia, tienen muchas posibilidades de detener este cruel funcionamiento que define clases sociales, territorios y hasta amistades.