Omar

Crítica de Emiliano Fernández - A Sala Llena

Paradojas del cautiverio.

El recorrido durante las últimas décadas del cine de Medio Oriente, por lo menos de ese conglomerado polimorfo que llega con cuentagotas a la cartelera argentina, ha sido de lo más curioso si consideramos los cambios que se fueron sucediendo a lo largo del tiempo. Lo que comenzó en los 90 con el existencialismo soporífero de las propuestas iraníes símil El Sabor de las Cerezas (Ta’m e Guilass, 1997), a posteriori mutó en el drama exacerbado de obras como Líbano (Lebanon, 2009), hasta finalmente derivar en una suerte de apertura hacia las comarcas más amigables del género aunque sin descuidar el típico análisis de los conflictos de turno, en línea con la reciente Motivación Cero (Efes Beyahasei Enosh, 2014).

Precisamente uno de los máximos responsables de la etapa de transición entre los dos últimos estadios fue Hany Abu-Assad, cuyo opus El Paraíso Ahora (Paradise Now, 2005) supo privilegiar -a pura sutileza- una estructura cercana al thriller político por sobre las clásicas diatribas humanistas o los instantes de poesía de índole contemplativa. En Omar (2013) el director vuelve a sorprender al extremar el engranaje formal en función de una historia que no sólo cuenta con la valentía suficiente para examinar la cotidianidad en la Barrera Israelí de Cisjordania, sino que además se juega de lleno por un entramado de referencias propias del suspenso de espionaje, un diapasón clasicista inédito en el rubro.

La trama se focaliza en el personaje del título, interpretado por Adam Bakri, un panadero palestino que comparte sus días junto a sus amigos de la infancia Tarek (Eyad Hourani) y Amjad (Samer Bisharat), todos militantes de las brigadas de resistencia antiocupación. Luego de humillaciones varias por parte de las tropas hebreas y de una venganza acorde, léase el asesinato de un soldado enemigo a manos del trío, Omar es apresado por la policía secreta de Israel y sujeto a torturas para que denuncie a sus cofrades. Bajo la amenaza de lastimar a su novia Nadia (Leem Lubany), el joven es liberado con la misión de “entregar” al responsable de la muerte, sometiéndose a la dialéctica del doble agente y sus correlatos.

Dos grandes puntos a favor son el trabajo del elenco y la presencia del manipulador estatal, el Agente Rami (Waleed Zuaiter), el encargado de llevar adelante la cacería. Abu-Assad dinamiza el relato con una maravillosa solvencia y retoma el tono naturalista, carente de golpes bajos a la Hollywood, para poner en tela de juicio las oposiciones bélicas simplistas, siempre en pos de comprender -en toda su complejidad- el trasfondo de tanta masacre superpuesta. Las paradojas de un cautiverio generalizado, el que padecen los palestinos tanto intramuros como al aire libre y en regiones fortificadas, constituyen el marco de una película muy inteligente acerca del atolladero del odio y la degradación fundamentalista…