Nuestra hermana menor

Crítica de Luciano Gerez - Las 1001 Películas

Tras la Segunda Guerra Mundial, Japón sufrió un proceso de reconstrucción. Numerosas familias se trasladaban de pueblo en pueblo, negocios arruinados intentaban sobreponerse y la muerte se amontonaba en cada rincón. El cine japonés no fue una excepción —y tampoco decidió mirar a un costado. El sacrificio fue una constante como temática en cada una de sus obras. En el proceso de reconstrucción, estos filmes proponían la idea de que lo único que podía sacar al Japón de su deplorable estado posbélico era la lucha y sacrificio de sus habitantes. En consecuencia, la familia unida que se presentaba a principios de las películas terminaba separándose. Los personajes masculinos, trabajando exhaustivamente en pésimas condiciones, no veían otro fin más que la muerte. Los personajes femeninos combatían día y noche para mantener el orden familiar. Sin embargo, tarde o temprano, la familia se separaría. Todos los personajes sacrificaban sus vínculos familiares: los hijos se alejaban de sus padres para no serles una carga económica.

Nuestra hermana menor de Hirokazu Koreeda podría verse como una obra que refleja las consecuencias que sufre esta sociedad setenta años después. Tras la muerte de su padre, quien las había abandonado cuando niñas, las hermanas Sachi (Haruka Ayase), Yoshino (Masami Nagasawa) y Chika (Kaho) asisten a su funeral para descubrir que tienen una hermanastra de quince años. Suzu (Suzu Hirose) demuestra ser un encanto de niña y las tres hermanas la invitan a vivir con ellas. Rápidamente, la niña se instala y la película envuelve al espectador en un relato mágico en el que todos los personajes son felices. Las pequeñas peleas que se dan entre las hermanas no pasan nunca a mayores, y, para un espectador acostumbrado al relato clásico (quien escribe), la obra le resulta un primer acto eterno.

Pocas veces se ha visto a un personaje adaptarse tan fácilmente a un nuevo mundo como a Suzu. Los conflictos de generaciones pasadas que combatían contra la tragedia en pos de un mundo mejor para los jóvenes parecerían haber tenido un resultado feliz. Sin embargo, la cámara le da indicios al espectador de que la felicidad nunca es eterna. A lo largo de la primera mitad de la película, se puede observar en los pocos planos que componen cada escena un pequeño movimiento de la cámara, como si fuese un travelling que quiere mantenerse discreto, o un paneo que no termina por decidir su movimiento. Lo cierto es que esta presencia autoral genera cierta tensión en el espectador. El mundo feliz en el que el relato nos sugiere que viven las protagonistas no se retrata de manera fija, constante, sino que los problemas parecen acecharlas, como si esa cámara indecisa reflejara conflictos que no se atreven a salir de su escondite, pero que finalmente lo hacen.

Diversos conflictos de identidad son los que atravesarán estas hermanas, y todos serán producto de ese pasado. Desde el resentimiento de Sachi para con su madre por haberlas abandonado, hasta cómo Yoshino debe ayudar a Sachiko Nin (Jun Fubuki), la dueña del restaurante al que asiste con sus hermanas, quien, al reencontrarse con su hermano (de quien justamente se separó en el proceso de reconstrucción japonesa), debe lidiar con asuntos pendientes y conflictos económicos de la herencia que comparten. Las generaciones anteriores se sacrificaron en pos del futuro, pensando en la generación de estas cuatro hermanas, pero la tragedia que envuelve a la tercera edad no cesa aún.

La iluminación naturalista de cada ambiente tiene la función de resaltar el objetivo realista de la narración. No se trata de un simple cuento de felicidad utópica, sino de cómo generaciones pasadas reconstruyeron el Japón para que hoy en día los jóvenes puedan disfrutarlo. Sin embargo, hay algo que los predecesores de Koreeda jamás tuvieron en cuenta en sus influyentes narraciones que propiciaban el sacrificio en el pueblo nipón: las separaciones familiares que fueron el medio para lograr su fin. Nuestra hermana menor remarca nuevamente el sacrificio, pero desde el punto opuesto en la línea temporal de sus predecesoras. La obra de Koreeda trae el resultado del sacrificio. Por un lado, la felicidad de los jóvenes, quienes sin ningún problema económico o social pueden vivir una vida plena, pero que, no obstante, deben convivir con los despojos del pasado. Todo sacrificio acarrea grandes consecuencias, y estas son las que vuelven hoy en día a Japón, donde muchas familias separadas por más de medio siglo se reencuentran. Koreeda no parece tener una solución a este enigma que se vislumbra en su relato, por lo que decide concluir remarcando el hermoso mundo que se logró para las nuevas generaciones, y agradeciendo al padre (pasado) por haber creado a la hija (futuro).