Norman: El hombre que lo conseguía todo

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Dilema moral con ceremonia religiosa de fondo.

Escrita y dirigida por Joseph Cedar, nacido en Nueva York pero radicado en Israel desde la infancia, Norman, el hombre que lo conseguía todo es una clásica película de trama. Como sucedía en la previa Pie de página (2011), sobre la rivalidad entre dos filólogos especializados en el Talmud, Cedar procede como escritor antes que como realizador (“antes” debe entenderse aquí en sentido estrictamente temporal, no jerárquico), dando la sensación de llegar al rodaje con el guion escrito varias veces, revisado, corregido y sopesado, desde la primera hasta la última escena. Incluyendo desde ya todas las subtramas, ecos, simetrías y correlaciones entre todos los elementos de la historia. Esta clase de sobreesfuerzo escritural necesariamente termina convirtiendo a Norman en una película-máquina. Aunque debe reconocerse que Cedar al menos narra con fluidez, lo cual contrarresta la pesadez constructiva.

No sin resonancias bíblicas, Norman confronta a dos hombres esencialmente buenos. A pesar de su apariencia o de su rol en la tierra. Convencido de poseer la fórmula para un negocio simple y genial, el neoyorquino Norman Oppenheimer (Richard Gere) es algo así como un profesional del rebusque, convencido de que “mientras pueda asomar la cabeza del agua, sobrevivirá”. El negocio es simple en su fórmula última (una compra de grandes cantidades de moneda por 20 % menos de lo que vale, que deberán realizar terceros, reteniendo él un pequeño porcentaje en calidad de gestor). Para poder llegar hasta el hipermillonario al que quiere tentar, Norman debe generar una cadena de intereses interconectados, que lleva desde su sobrino abogado (Michael Sheen) hasta Micha Eshel, Viceministro de Trabajo israelí (Lior Ashkenazi). De visita en la capital del mundo y por increíble que parezca, éste último deberá funcionar como engranaje en el elaboradísimo plan del estafador que no estafa a nadie. Siempre pasa en estas tramas tan elaboradas, en las que todo encaja: uno o más ladrillos entran muuuy a presión.

Tres años más tarde de que su plan fracase, Norman reencontrará a Eshel, de quien se ha hecho amigo (Eshel tiene una pinta de bueno que no hay político sobre la Tierra que tenga). El hombre está ahora en una posición ciertamente más encumbrada. A su bondad y modestia suma una condición de elegido (sostiene que si llegó hasta donde llegó no fue por él sino por Dios), y con Ese apoyo se propone lograr la paz definitiva en Medio Oriente, a partir de concesiones de todas las partes. Pero habrá un contraataque de políticos tradicionales, que amenazan con destituirlo, por haber aceptado cierto regalo que el vivo de Norman le hizo el día que se conocieron, cuestión de ganar su simpatía. La única manera de zafar es denunciar a su amigo del alma. ¿Lo hará? El dilema moral se resuelve, como corresponde, con una ceremonia religiosa de fondo (un casamiento, presidido por el rabino Steve Buscemi), con el cantante entonando su canto místico a todo trapo.