Nieve negra

Crítica de Lucas Moreno - La Voz del Interior

Predestinada a ser un éxito de taquilla del cine argentino, la película ostenta un elenco soñado que le imprime un ritmo ascendente.

Dos ráfagas vapulean a Nieve Negra: una psiquiátrica y atmosférica, otra policial y efectista. La combinación debería arrastrarnos hacia un género harto probado y transitado: el thriller psicológico, pero en la desunión de estos elementos primarios surge la peculiaridad del filme, junto con algunos temblequeos que lo sacan de eje, como si a Nieve Negra le costase negociar una identidad, acomodándose en una ambigüedad que le sofoca el potencial.

El argumento atrapa por su simplicidad: tras la muerte del padre, tres hermanos heredan un terreno en el sur del país: Marcos (Sbaraglia), Salvador (Darín) y Sabrina (Fonzi). Esta última está loca y cautiva en un manicomio, así que la disputa por vender las tierras será entre Marcos y Salvador. El inconveniente es que Salvador se convirtió en un ermitaño recluido en su cabaña de infancia; antisocial y al borde de la insania, la visita de Marcos para convencerlo removerá un prontuario familiar turbio.

Si hay algo irreprochable en esta producción, es la alquimia del elenco: su director, Martín Hodara, sabe que cuenta con Darín y Sbaraglia, y le exprimirá hasta la última gota de sangre a las escenas conjuntas. En pantalla se genera un vibrato actoral único: miradas esquivas, silencios incómodos, gestos microscópicos, que con el devenir dramático se irán resignificando, dándole a los personajes un relieve que estos intérpretes superdotados resuelven a pura elegancia. Cuando el filme concluye, uno recapacita por qué Sbaraglia y Darín son íconos del cine nacional.

Pero la finura de estas actuaciones se ve interferida por el corte policial del relato. El rencor entre hermanos destila un enigma sutil y envolvente que los giros del guión opacan. La necesidad de crear acción induce a incongruencias psicológicas, conductas arbitrarias que tienen un fin obvio: darle frenesí marketinero al producto. Aquí lo sugestivo se hace burdo y la claustrofobia emocional deriva en vodevil físico. Aquello que podía resolverse sigilosamente y perturbar más, se subraya con viciosas vueltas de tuerca.
Aún bajo estas fisuras identitarias, Nieve Negra jamás decae y convencerá a un público amplio. Darín y Sbaraglia ofrecen hasta el último fotograma matices alternativos para sus caracterizaciones, logrando que cada revelación sórdida se balancee con pericia actoral.

El diseño sonoro es formidable: las ventiscas y el crujido de la nieve se incrustan en el pecho del espectador; asimismo la dirección de fotografía: el blanco infinito de esos bosques y montañas refuerzan el minimalismo cromático, haciendo de los personajes pequeños puntos oscuros en una inmensidad helada y mortecina.