Nebraska

Crítica de Fernando López - La Nación

Una pequeña joya. Este film sensible y auténticamente conmovedor en su sencillez hasta puede parecer una rareza. Aquí lo que importa son los personajes en cuanto seres comunes, de carne y hueso, sin rasgo alguno de excepcionalidad. E importa la interacción entre ellos, que ahonda, con la mayor naturalidad y sin darse importancia ni hacer alardes, en las distintas facetas de la naturaleza humana. En Nebraska , aunque Alexander Payne trabaja por primera vez sobre un guión ajeno (de Bob Nelson), ha dejado sus marcas personales, las que definen su cine. Están presentes en sus temas (la relación entre padres e hijos, por ejemplo); en la estructura narrativa (ya es un experto en road movies); en el ambiente geográfico y humano que le es familiar (el de la Norteamérica profunda); en la atmósfera tenuemente melancólica (que aquí recibe la decisiva contribución de la fotografía en blanco y negro de Phedon Papamichael); en su acercamiento compasivo y solidario a los personajes, una mirada discretamente afectuosa y humanitaria, pero nunca sentimental.

Cada elemento de la imagen importa para exponer el recorrido por ese mundo modesto, pequeño y provinciano lleno de signos que hablan de un pasado más feliz y de un lento y prolongado deterioro: es el mismo en Billings, Montana -donde residen los protagonistas-, en Hawthorn o en Lincoln, Nebraska, adonde los llevará una quimérica expedición. Componen la familia de un viejito malhumorado y un poco senil que, engañado por un equívoco folleto publicitario, cree haber ganado un premio millonario en dólares y está empeñado en ir a retirarlo a 1500 km de su casa para poder comprarse una nueva camioneta y recuperar el compresor que hace siglos prestó y nunca le devolvieron. Todo un dolor de cabeza para su mujer y para su hijo menor, que a cada rato debe ir a rescatarlo de algún camino al que se lanzó, a pie, en busca de su objetivo. No hay muchas soluciones. Es el encierro en un asilo, como proponen la dueña de casa y el hijo mayor, o acompañarlo a que cumpla su fantasía, que es lo que el menor -quizá deseoso de estar más cerca del hombre al que tan poco conoce- decide hacer: en el fondo, se trata solamente de ayudarlo a que tenga un motivo para ponerse en marcha, un motivo para vivir, como lo era el parque infantil para el inolvidable protagonista del film de Kurosawa.

Pero Nebraska no es sólo el retrato del lazo que se tiende entre esos dos viajeros tan reservados y parcos en palabras. Un regreso al lugar donde creció la familia y el encuentro con parientes y amigos que se muestran muy sensibles al perfume del dinero (todos ven a Woody como inminente millonario) extienden el horizonte del film y enriquecen su panorama humano y su delicada y contenida emoción. La nostalgia asoma, y también a veces la tristeza, casi siempre entre pinceladas poéticas (como la visita a la desvencijada casa donde creció la familia), pero también hay muchos momentos decididamente graciosos.

En esos aspectos, ha sido un hallazgo la elección de los actores. Si Bruce Dern resulta irreemplazable como Woody (hay que verle los ojos mientras su cabeza se llena de recuerdos de tiempos vividos en cada uno de los cuartos del antiguo hogar), no menos destacable es el difícil papel de Will Forte, el hijo cuya sensibilidad no necesita de manifestación exterior. En cuanto a June Squibb (candidata al Oscar al igual que Payne, Dern, el guionista Nelson, el fotógrafo Papamichael y el film entero), es, con su desenfado y su vivacidad, el motor de la familia y también, en muchos casos, del propio relato.

Habría sido penoso que Buenos Aires se quedara -como se temió en algún momento- sin conocer esta obra tan entrañable como valiosa.