Nadie vive

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

Nunca confíes en un hombre sin nombre

En contra de la doble moral de los informativos que se indignan con la bestialidad de actos inconcebibles pero que repiten hasta la náusea, Nadie vive ofrece con honestidad un festival de vísceras en donde el terror gore funciona como placer cinéfilo.

Si algo bueno tiene Nadie vive, del japonés radicado en Hollywood Ryûhei Kitamura, es su falta de pretensión realista, su autoconciencia fantástica, algo que no siempre tienen las películas de un género tan difícil como el gore. Difícil porque es fácil hacer el ridículo contando una historia en donde el 90 por ciento de la gracia está en la exposición brutal del interior humano. Difícil porque no es sencillo esquivar la tentación de inventar un cuento moral o forzar una metáfora que justifique lo que en realidad apela a satisfacer un placer primario: asistir a un espectáculo que se pone en línea con el instinto animal que habita en el fondo de cualquier hombre. Un fondo salvaje que se cree superado, perdido bajo millones de años de evolución pero que, al fin, cuando menos se lo espera, emerge con violencia inusitada. Su rastro es evidente en la psicosis colectiva de una sociedad que de repente se regocija en escenas de linchamientos televisados, en los que la turba ya no porta antorchas y tridentes sino controles remotos, dispuestos a disparar sobre quien sea para satisfacer ese deseo: el placer de ver cómo la sangre brota.

En contra de la doble moral de los informativos que se indignan con la bestialidad de actos inconcebibles, pero repiten hasta la náusea las imágenes de un mundo cada vez más hobbesiano, Nadie vive ofrece con honestidad un festival de vísceras en donde la muerte, lejos de ser el espanto a la vuelta de la esquina, es la pieza fundamental de un artefacto tan simple como placentero: el cine.

Aunque no hay nada nuevo en la película de Kitamura, sin embargo ofrece algo que no abunda: ingenio, desfachatez y precisión a la hora de colocar cada pieza en su lugar para activarla en el momento justo. Todo comienza de manera convencional, con una rubia escapando por el bosque, y es sabido que cuando esto ocurre, por más que ella grite, no hay forma de que termine bien. La chica es hija del dueño de un holding editorial que se encuentra desaparecida desde hace seis meses. Un hombre y su novia, que se están mudando de ciudad con el desacuerdo de ella, ven la noticia en la tele cuando se detienen a pasar la noche en un motel. La particular pasión que el protagonista (de quien nunca se sabrá el nombre) pone al acariciar una carnosa cicatriz en el vientre de ella es la primera irrupción de lo siniestro dentro de lo que hasta ahí parece ser la parte pura de la historia, aquella que la maldad intentará corromper. El tramo inicial de la película construye con sencillez un clásico clima de tensión que multiplica sus puntos de atención.

Una banda de ladrones de casas, entre cuyos integrantes hay uno particularmente perturbado, se cruza con la pareja, que ahora cena en una cantina rural. El loquito les arruina la velada faltándole el respeto a la chica, pero aunque no pasa de ahí, la escena termina dejando la sensación de que en realidad el peligroso es el hombre sin nombre, quien desde su anonimato aparentaba encarnar al hombre común. Nadie vive parece avanzar hacia la ambigüedad de un thriller de personajes, pero la cosa se desmadra. Al principio de este giro no del todo inesperado, la historia parece volantear para el lado del vengador que cobra a sus victimarios una deuda de sangre con altas dosis de gore. Sin embargo, y esto sí es una sorpresa, lo que entra en escena es el absurdo. Pero no el absurdo involuntario propio de muchas películas clase B mal resueltas, sino un sinsentido cargado de humor negro que, en comunión con las explícitas masacres, revitaliza el relato.

Nadie vive es un golpe a los prejuicios, porque, aunque convencional en líneas generales, termina siendo disfrutable en sus detalles. La película provoca un placer equiparable al que puede producir la postal entre tierna y asquerosa de un bebé comiendo su propia caca. En este caso se trata de un psicótico carismático que, por un rato, es capaz de convencer a cualquiera de que chapotear entre litros de sangre y tripas puede ser lo más divertido del mundo. De paso demuestra que la violencia, cuando es intermediada con gracia e inteligencia por el hecho artístico, no sólo es tolerable sino bienvenida. La otra, la violencia real que el hombre descarga sobre el hombre, física o televisivamente, no es sino la forma más baja de degradación que puede alcanzar la humanidad. Y no hay excusa capaz de legitimarla. Entonces: ¡viva el cine!