Nadando por un sueño

Crítica de Marina Locatelli - A Sala Llena

Decía un importante teórico del cine que había dos clases de películas: aquellas que procedían con buena conciencia y aquellas que lo hacían con mala conciencia. Las primeras serían esos films que no ocultan su condición de tales, que abrazan y exponen el género y sus convenciones. Por ejemplo, Waterboys (2001), de Shinobu Yaguchi, narra la vieja fórmula de cinco estudiantes marginados que se unen para dar el batacazo, pero, en este caso, la originalidad –si se quiere– estaba en que el triunfo lo consiguen luego de ser el hazmerreír de su secundaria japonesa por conformar el primer equipo de natación sincronizada masculina del lugar. Waterboys se jugaba a la comedia pura, sin medias tintas, sin guardarse nada, sin tomarse muy en serio y por ello resultaba atractiva y desopilante de principio a fin.

La segunda clase de películas consiste en todas aquellas que ocultan los verosímiles de género, de época o de lugar; las que pretenden hacer creer al espectador que trabajan con “verdades”. Obran de mala fe o, señalaría el teórico, con mala conciencia porque persiguen la intención de “enseñar”, de transmitir un mensaje, de hablar de lo verdaderamente importante o de lo importante “verdadero”. A este grupo no se necesita ejemplificarlo puesto que muestras de las más variadas cinematografías internacionales suelen plagar tanto cines, como canales de streaming y festivales.

Sin embargo, creo que es justo señalar que existe un tercer grupo. Son esas películas que oscilan entre la buena y la mala conciencia. Son films que se balancean, a veces casi de forma suicida, entre estos dos polos, y, de esta manera, logran unos pocos momentos de puro cine, puro entretenimiento, puro talento, y otros tantos de moraleja, moralina y modorra. Nadando por un sueño, el segundo largometraje del actor Gilles Lellouche, se ubica aquí. En principio, se trata de la misma idea de Waterboys: ocho hombres, aunque ahora maduros, de cierto modo marginados se arrejuntan, bajo las órdenes de una ex competidora profesional, para participar en el campeonato mundial de nado sincronizado masculino, en el que sería el primer equipo nacional francés. El ensamble rechoncho y pata dura se reactiva con la llegada del nuevo integrante, Bertand (Mathieu Amalric), un cuarentón depresivo que se encuentra desempleado hace ya dos años y quien cree encontrar allí la contención emocional que no ha podido hallar en otras partes.

Miserias hay bastantes y es en el retrato de ellas donde la película se pierde por el camino de múltiples líneas narrativas que solo parecen mero ornamento y llevan a la dispersión del relato (y del público): además de la depresión del protagonista, se narra el continuo fracaso comercial de uno de los personajes y el abandono de la mujer de otro y su difícil relación con su hijo y con su madre que padece Alzhéimer. Otro de los integrantes del equipo es un cantante frustrado, cuya hija adolescente lo resiente. Y, sin agotar aun las desdichas (no hay espacio en esta nota para tantas), la entrenadora tiene problemas con el alcohol y su antigua compañera deportiva tuvo un accidente y quedó en sillas de ruedas.

Si el ritmo del film se sostiene y consigue buenos momentos, no es por la puesta en escena o por la indecisión y el empeño expansivo del guion, sino, más bien, por el oficio y la maleabilidad de unos intérpretes (Guillaume Canet, Virginie Efira, Benoît Poelvoorde) que se frenan antes de desbarrancarse en el patetismo. El elenco brilla por sobre todo en algunas escenas que son decididamente cómicas, en las que se trasluce la química que fluye entre ellos. Son las escenas de entrenamiento, en el agua y fuera de ella, en las que la película explota todo su potencial. Cuando deja de lado las “verdades” y se entrega al género; cuando se olvida por un rato de retratar los infortunios de la vida y se aboca al entrenamiento en la secuencia de montaje mientras suena “Physical”, de Oliva Newton John; cuando se frena en la obstinación de mostrar con gravedad lo que es importante en la vida y se acerca a las convenciones genéricas que tan bien usufructuó Waterboys, Nadando por un sueño obra con buena conciencia y gana. Y también ganamos todos.