Mis tardes con Margueritte

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Páginas de vida

Toca, en un primer punto y desde el diálogo propuesto por Emilio Bellon, reconocer la edad. Treinta y siete años y contando. Con la lectura a cuestas como lugar de reconocimiento, como posibilidad de racconto de vida. Porque entre lo mucho que dice, sin declamar, sin explicar, Mis tardes con Margueritte, es que los libros son tan importantes porque, amén de ser escritos por personas, lo mejor de todo es que pueden ser leídos por muchas más.

La relación primera obliga al recuerdo, a la compra de la madre del primer libro de su hijo, con el título en letras rojas y grandes, tapas amarillas, editado por Sigmar, con ilustraciones coloridas. Corazón fue ese libro. Y sigue allí, en su estante y como testigo del tiempo que pasa y de las otras páginas que fueron posibles recorrer después.

Pero el libro infantil dejó rápidamente lugar al lector juvenil, ávido de tantas aventuras, desde otras tapas amarillas, con la sonrisa del Robin Hood de Pablo Pereyra y con la estampa del Tigre de la Malasia de Emilio Salgari. En este caso, como consecuencia afortunada de legado paterno, seguramente contento por el contagio hacia historias que podía revivir en la mirada nueva. Otro Emilio, tan aventurero como Salgari, tan soñador como Bradbury, pero con la sagacidad de detective recibido (y esto es cierto), vendría después a inundar los estantes de quien firma esta nota con más y más libros. Con tantas y todavía más películas. En el trazado de un recorrido que es de amistad y de papel y de celuloide. Cine y libros y cafés, en una aventura de continuará sostenido.

Aún cuando pueda parecer caprichoso --seguramente lo sea- señalar lo que precede, nada de ello disiente respecto del film en cuestión. Es que Mis tardes con Margueritte provoca las ganas de verla de nuevo no bien termina. Porque no termina. Se trata de decir que no se la pierda a quien se estima. De contarla a los amigos. De invitarlos a compartirla. De recordar la historia de las páginas en la biblioteca, con sus dedicatorias, con el misterio del libro en su estante.

Esos momentos donde el cine se parece, en serio, a la vida más cotidiana por extraordinaria. La entereza del pirata que secuestra a su dama porque es lo que debe hacerse, en una historia de amor que no es lo que usualmente se entiende como tal, una historia que es de aventuras porque ocurre en lo más inmediato, en la modificación de lo acostumbrado, en sus ecos resultantes e imprevistos.

Decir también que Gérard Depardieu es uno de los actores más grandes del mundo, por corpulencia y por ternura. Por la candidez con la que se aferra a la palabra aprendida y por el amor con el que la comparte. Allí cuando descubre el uso de la metáfora como manera vital, como nexo con el mundo, como vínculo afectivo, sensual, humano.

Todo eso, tanto más, gracias a Mis tardes con Margueritte. El cine, las palabras compartidas, miradas que son compañía.