Mi primera boda

Crítica de Mex Faliero - Fancinema

Una comedia como la gente

Nadie parece darse cuenta, pero se hace muy poca comedia en el cine nacional. Sí, hay comedia romántica o dramática, pero lo que es comedia pura, no. Algo pasa con el género e, incluso, si uno husmea en las inferiores, el humor no es lo que sobra en los cortos realizados por los estudiantes de cine. Habría que buscar lo mejor del género en la época de oro del cine argentino y, de la década de 1970 a la actualidad, salvo el sobrevalorado caso de Esperando la carroza y las riesgosas incursiones de Néstor Montalbano con Soy tu aventura o Pájaros volando (relacionadas más con el universo del absurdo explotado en la televisión) no se observa demasiada confianza en las películas humorísticas. Hemos dejado de lado explícitamente todos los subproductos relacionados con esas comedias ochentosas en plan Bañeros o Brigada, porque definitivamente eso no es cine, aunque no debemos dejar de reconocer su pertenencia como un tipo de humor que se instaló fuertemente en el paladar de un público escasamente exigente y con un sentido de la nostalgia bastante peligroso. Por eso Mi primera boda es una película más interesante que lo que sus propios resultados sugieren.

El caso de Esperando la carroza es sintomático: seguramente la comedia argentina más recordada por el público masivo, es también un modelo que explotó el grotesco y el costumbrismo a niveles insoportables. Por cierto, la película construye su éxito también en esa mirada auto-crítica del argentino en la primavera democrática, que quiere ser un ejemplo de ese “cómo somos los argentinos”: hay mucho de puesta en escena teatral, con sus actuaciones declamatorias, y algo del espíritu del neorrealismo italiano. Durante buena parte de los 80’s y un poco de los 90’s, esta fue la única posibilidad de comedia que conoció el público nacional y que luego terminó traduciéndose al lenguaje televisivo con las tiras costumbristas de Suar y Telefé. Parecía haber una necesidad por parte de los productores y realizadores, y también del público, por hacer de la comedia un mero muestrario del ser nacional, con todo lo que de lugar común eso tiene. Las películas, entonces, no eran buenas por sus resultados sino porque “hablaban de nosotros”. Algo de eso entendió Campanella, aunque lo reconstruyó con un sentido del ritmo más del cine norteamericano y lo perfeccionó, y este año un film como Los Marziano releyó en clave hierática. Entonces, la comedia argentina, preocupada por parecerse a la gente antes que por ser cine, terminó no pareciéndose a nada y naufragando en el olvido con subproductos que ya no atraían a nadie.

Entonces llega Mi primera boda, con ansias masivas a partir de un elenco descomunal y con una evidente búsqueda estética alejada del costumbrismo: eso está claro en la forma en que actuaciones como las de Soledad Silveyra, más cercanas a aquel grotesco, se mantienen encorsetadas y sin poder contaminar el resto. El director Ariel Winograd, entonces, ya no bucea en el grotesco ni se respalda en el costumbrismo para crear espejos en los que la gente se sienta identificada. Winograd sigue un modelo de comedia norteamericana o británica, donde el chiste carece de remate y donde el gag llega o por acumulación o por una construcción de la puesta en escena. Hay una boda entre un judío neurótico (Hendler) y una católica histérica con eso de la boda perfecta (Oreiro), y todos los amigos y parientes se juntan en una casa donde se llevará a cabo la ceremonia. El novio, tan torpe como Hendler lo puede ser, perderá una de las alianzas y eso irá desencadenando una serie de situaciones ridículas, absurdas, graciosas. Como una mezcla de Muerto en un funeral con La fiesta inolvidable, Winograd trabaja continuamente sobre el terreno de la comedia y nunca se distrae del objetivo: hacer un film divertido, fluido, dinámico en el que la comedia funcione por exceso. Como suele ocurrir, no todos los chistes están al mismo nivel y eso el director lo sabe, por eso se vale del retrato coral para ir explotando diferentes frentes de comicidad y minar el relato de gags, físicos y verbales.

Winograd vuelve sobre los pasos de su primer film, el interesante aunque algo fallido Cara de queso. Si allí se centraba en el universo cerrado de un country judío en plena década menemista, aquí retoma la idea de lo micro (un grupo de gente encerrada en una casa) agigantado por la lupa satírica del cine, aunque el pasaje de la comedia a la mirada sardónica es más fluido y funciona mejor. Mi primera boda cumple con el objetivo de la comedia e incluso, teniendo una boda como centro, se anima a decir que resulta imposible definir al amor, que no hay forma de ponerlo en palabras, que es muy complejo saber por qué dos personas deciden pasar sus días juntos y que todo se puede resumir en un hecho fantástico como la inesperada explosión de unas cañerías.

Claro que no todo es perfecto, ni mucho menos, en Mi primera boda (bueno, tampoco lo era en la mínima Muerto en un funeral). Ni la comicidad ni las actuaciones ni los personajes mantienen un nivel parejo: está claro que cuando Hendler se junta con Martín Piroyansky, las cosas son mucho más interesantes y permiten ver el germen de algo que puede explotar en un futuro, en un imaginario rat pack nacional. Por ejemplo, no existe la misma construcción del abuelo de Pepe Soriano, con su cansadora insistencia en fumar marihuana, que del Dj deadpan que interpreta Iari Said, que se merece una película para él solo; también es fallida la inclusión de Marcos Mundstock y Daniel Rabinovich, jugando a una especie de sketch metido con calzador de Les luthiers, pero obvio y sin gracia, y con una evidente sobre-escritura del guión si uno la compara con el “decir” del resto de la película. Entonces, Mi primera boda es más interesante por lo que significa que por lo que es como producto terminado, pero la sumatoria de sus partes dan la posibilidad de disfrutar de unos cuantos buenos chistes y de situaciones construidas con un respeto por el espectador. Incluso, la película disfruta bastante su condición de producto menor, sin mayores pretensiones que las de divertir. Que, en definitiva, es eso.