Las voces de la posguerra. En medio de los esfuerzos de Francia por reconstruir su país tras la catástrofe acaecida en su territorio tras la Primera Guerra Mundial, Marguerite, una aristócrata melómana francesa, ingresa en la bohemia parisina tras recibir una crítica favorable de Lucien Beaumont, un crítico musical de un prestigioso diario, luego de un concierto de beneficencia para los niños huérfanos de su país. La crítica del joven periodista y escritor tiene por objetivo en un principio la obtención de favores financieros para sus proyectos vanguardistas, pero pronto le toma cariño a la extraña dama y la ayuda a ingresar en los ambientes bohemios de París. Marguerite es una mujer rica con un título aristocrático que canta regularmente ópera para un círculo íntimo de amantes de la música, pero no sabe que sus amigos son en realidad aduladores que buscan sus generosas donaciones. La adinerada intérprete canta absolutamente fuera de tono y su marido y sus allegados solo han alimentado la insostenible fantasía de su talento, pero la intrusión de Lucien y su amigo escritor vanguardista, Kyrill Von Priest, sacan a Marguerite del anonimato de los conciertos privados para colocarla en el candelero y generar expectativas sobre su voz. De a poco, su relación con los ambientes bohemios de París se acrecienta tras el escándalo causado en una de sus presentaciones y la posterior ruptura con sus amigos de la aristocracia francesa, y así surge la posibilidad de realizar un concierto en un importante teatro parisino. El director francés Xavier Giannoli propone a través del personaje de Marguerite una mirada sobre el amor y el arte que pone en jaque todos los presupuestos estéticos a partir de la irrupción de las vanguardias históricas. La película se pregunta tanto por los juicios culturales y los círculos de promoción musical como por la necesidad de la construcción de un público que aprecie esa expresión artística. En este sentido, Marguerite es un film sobre la búsqueda de la voz interior metaforizada en la búsqueda de una voz armónica en la convergencia o el choque de dos mundos que se disputaban el concepto de arte luego del primer conflicto mundial del siglo XX. La recreación del encanto de París y sus alrededores en Praga es un gran acierto del equipo responsable de una película con interesantes actuaciones y un buen guión basado en hechos reales, que genera más ternura que gracia. La actuación de Catherine Frot como la protagonista logra construir la personalidad de una mujer engañada por su marido, apesadumbrada por la falta de amor y atrapada entre el patético mundo aristocrático (que hoy parece tan lejano para la cultura de lo efímero) y una bohemia kitsch que quería romper con toda las manifestaciones culturales moribundas de la aristocracia (la cual, a su vez, pretendía detentar el monopolio de la belleza).
Sin talento para cantar, con talento para conmover. Marguerite (2015), inspirada en hechos reales, narra la historia de una baronesa cuyo sueño era ser cantante de ópera. Como amante de la música, ella destina todo su tiempo a ensayar incansablemente. Debido al poder que posee por su status social, organiza conciertos a beneficio en los que canta para su entorno; el conflicto está en que nadie se atreve a decirle a Marguerite Dumont que carece de talento. Este film dirigido por Xavier Giannoli (conocido por Quand j’étais Chanteur, À l’origine y Les Corps Impatients; largometrajes en los cuales se destaca la música, ya sea a nivel del tópico central o de la banda sonora) posee imágenes realmente bellas, con escenografías y vestuarios dignos de ser apreciados mediante sus poéticos encuadres. A diferencia de la mayoría de las películas, en vez de comenzar con un plano general que nos sitúa en tiempo y espacio, ésta comienza con un plano medio, lo cual puede interpretarse como un gesto transgresor de su director. Marguerite se presenta al comienzo del relato como un enigma, como un mito, aún no ha sido mostrada y sin embargo esperamos la llegada de una mujer a la que accedemos mediante sus retratos, en los cuales está caracterizada con vestuarios exóticos. Lo único que sabemos de ella al comienzo es que cantará. Después de la misteriosa espera, la protagonista aparece con un vestuario que nos sitúa en Francia en los años 20, la oímos cantar y ahí comprendemos por qué su marido demora adrede su llegada al evento: ella desafina terriblemente. Su desatino terminará produciendo comicidad no sólo en los espectadores dentro de la diégesis, sino también en nosotros. Es pertinente destacar el maravilloso trabajo de interpretación a nivel vocal y expresivo de la actriz Catherine Frot, quien logra tanto hacernos reír como conmovernos con la ternura de su personaje. Esta película está dividida en cinco capítulos, los cuales evidencian el recorrido y la formación de nuestra heroína, en palabras de su protagonista: “me llevó tiempo encontrar mi voz”. La pasión y dulzura de Marguerite son tales que nadie podrá decirle que no. Aunque no posee talento para el canto, logrará que los demás se encariñen y compadezcan de ella, manteniendo así su fantasía ya que comprenden su pasión por la ópera. Es pertinente que nos preguntemos entonces si mantener su fantasía será perjudicial o no para ella; ya que Marguerite pronuncia las siguientes palabras: “la música es todo para mí, es eso o volverme loca”. Este film no sólo habla de la pasión y la frustración, sino también de los roles socialmente impuestos. En un contexto social marcado por las vanguardias artísticas y los nuevos movimientos políticos como el anarquismo, el rol pasivo de las mujeres será cuestionado, lo cual se evidencia en personajes emprendedores con deseos propios como el de Marguerite y su alter ego Françoise. Su marido la ve como un “monstruo”, ya no tolera oírla cantar pero tampoco quiere que se aboque a ninguna actividad, lo cual refuerza lo mencionado anteriormente, acentuado gracias a una relación intertextual con la ópera Pagliacci (la cual se centra en un actor celoso, capaz de matar a su esposa). En este relato la cámara fotográfica dentro de la diégesis cobrará un significado primordial, ya que la necesidad de expresión artística no aparece solo encarnada en la figura de Marguerite sino también en la de su sirviente Madelbos. Éste será un personaje clave en la narración ya que incentiva la pasión de la protagonista, y a su vez la de él mismo: la fotografía. Madelbos le tomará retratos con los excéntricos vestuarios de ópera, mediante los cuales creará su propio relato a través de las imágenes. Este personaje develará un costado siniestro, puesto que al comienzo es quien la protege, sin embargo su constante mirada -acentuada por el plano detalle de su ojo a través de la lente de la cámara- resultará inquietante, hasta finalmente desencadenar la tragedia.
Lo ridículo y lo sublime. ¿A quién no le gusta ensayar un tema bajo la ducha? ¿O atreverse en una reunión privada a entonar el feliz cumpleaños a capela? Marguerite (Catherine Frot) es una mujer rica en la inquietante París de la década del veinte. Su pasión es cantar, aunque para sus atónitos escuchas lo hace con mucho sentimiento, sí, ¡pero de manera espantosa! El amor que nuestro personaje pone en su penoso derrotero vocal, que incluye ensayos diarios de varias horas, sumados a su ingenua luminosidad, la convierten en un personaje querible y adorable. Marguerite busca ofrecer sus dotes a sus amigos en toda oportunidad y la gente que la rodea, en cómplice silencio, la deja hacer, riendo por dentro. El marido, a quien ella le dedica su arte, trata de evitar los momentos musicales de su mujer y ella, apesadumbrada, lamenta con dolor su ausencia. De su entorno solo su mayordomo negro, con un apegado afecto que recuerda a aquel que en similar papel interpretó Erich Von Stroheim, como el mayordomo de Gloria Swanson en El Ocaso de una Vida (Sunset Boulevard, 1950) de Billy Wilder, la auxiliará tomándole fotos cual diva y la mantendrá a raya de comentarios adversos. También habrá tres personajes que se pondrán de su lado, una cantante lírica y sobre todo dos jóvenes adherentes al dadaísmo, una de las vanguardias de la época, que la ven con una personalidad que justamente “desentona” con lo que se ve (o escucha) habitualmente. Por ese motivo la llevan a un cabaret, donde de manera irrepetible interpretará La Marsellesa. Luego llegará el momento en que se abra la posibilidad de que Marguerite se presente en un recinto “clásico”, un teatro ante miles de personas que no son de su entorno ni alucinados espectadores de cabaret. Aparecerá un decadente ex tenor que, por motivos personales, la preparará para el ansiado acontecimiento. Marguerite nos habla de los límites endebles y corredizos del arte, de las convenciones sociales, lo clásico y lo que no lo es, y sobre todo de las máscaras, aquellas que por afecto o piedad mantenemos para establecer nuestros vínculos. El guión de la película tiene algunos momentos reiterativos que resienten su estructura. Por el lado de las interpretaciones, la de Catherine Frot como la protagonista, insufla de vida y encanto a un filme que se ve con interés y por tramos, hay que decirlo, cuesta un poco escuchar.
El ridículo le sienta bien Catherine Frot se luce como una patética cantante que ama lo que hace en el nuevo film del siempre solvente director de El cantante. Parece que a Xavier Giannoli le gustan los cantantes, y no precisamente los más talentoso o exitosos. Tras esa delicia que fue ver a un decadente Gérard Depardieu en El cantante (2006), ahora el director de La mentira se acerca a otra artista con mucho de ridículo, pero -aquí reside el principal mérito- sin caer en la burla fácil, en el grotesco. Es que si hay algo que queda en claro tras ver sus películas es que el guionista / realizador francés quiere a sus apasionadas criaturas, las respeta y las enaltece incluso en su torpeza y sus múltiples carencias. Inspirado en el caso real de la soprano estadounidense Florence Foster Jenkins (está en camino para el año que viene un film sobre su vida dirigido por Stephen Frears y protagonizado por Meryl Streep), Marguerite narra la historia de la Marguerite Dumont (Catherine Frot), una baronesa que en los años '20 organiza distinguidas fiestas líricas en su casa que terminan siempre con alguna interpretación suya. Claro que la pobre no acierta una nota. Y, lo peor, nadie se anima a decírselo. La película tiene todos los argumentos (y también algunos lugares comunes) para convertirse en un auténtico crowdpleaser: una antiheroína querible, simpáticos personajes secundarios (como el marido que interpreta Andre Marcon, el gigantesco mayordomo negro que encarna Denis Mpunga o el desdichado maestro que hace Michel Fau) y una mirada a la hipocresía social de la época. Construida con paciencia (igual sus 127 minutos no abruman) y con un cuidado crescendo hacia un concierto en serio (unos críticos esnobs la convencen de que debe actuar ante el “gran” público), Marguerite es una comedia de enredos leves, pero jamás tonta. Hay un puñado de escenas que están de más (la escena de sexo del mayordomo, por ejemplo), pero en líneas generales Giannoli sabe cómo manejar las distintas aristas de su material con buen pulso y sensiblidad. Para mi no llega a ser tan disfrutable como El cantante -gran película demasiado subvalorada-, pero Giannoli ratifica que sigue siendo capaz de combinar entretenimiento popular con inteligencia. No es poco.
Una voz para siempre Marguerite (2015), dirigida por Xavier Giannoli, es una de las grandes películas de este año. Una historia tragicómica, basada en un hecho real, que está realizada con elegancia, solemnidad y plagada de un humor que la vuelve hilarante y conmovedora. Todo a partir de un personaje que ve su vida hecha una obra arte, y que al perseguir sus sueños delirantes, comienza un viaje hacia la oscuridad de su propia autodestrucción. Una película que triunfa, pues se abre a diversos temas que terminan por hacer remecer a un cautivado espectador. En el Paris de los años 20, después de la Primera Guerra Mundial, la baronesa Marguerite Dumont (Catherine Frot), amante del canto lírico y la ópera, organiza grandes banquetes en su enorme mansión. Pertenece a un círculo artístico de la elite francesa donde disfruta de cantar ante sus nobles amigos. Ella se deleita y emociona al ver que todos la aplauden y la amen, sin embargo, canta de manera desastrosa, desafinado y tan fuera de tono que produce la burla de quienes la oyen. Es directamente horrible pero nadie es capaz de decírselo. Dado su poder económico y las grandes sumas que da a su círculo artístico -además de otras donaciones- nadie se atreve a decirle lo mal que lo hace y que en lugar de cantar, lanza alaridos agudos e incomprensibles, tan chillones que terminan por matar el buen gusto de cualquiera. Un día Marguerite, empujada por jóvenes poetas de vanguardia y segura de su “talento”, decide organizar un recital ante el público parisino. Estar frente a la gente, políticos y famosos de alta estirpe, pondrá de vuelta y media a toda su gente, en particular a su marido, un hombre respetado en la sociedad. Marguerite es un film peculiar porque está hecho de una limpieza técnica propia de las grandes adaptaciones cinematográficas pero contado a partir de un no talento. Como si la estrella fuera únicamente la carcajada del Mozart de Amadeus (1984) de Miloš Forman, esta vez la voz del personaje principal carece absolutamente de ese nivel de arte tan álgido y noble que la estética de la película ofrece, aun cuando Marguerite pertenece a un alto nivel social donde abundan los carruajes y las casonas, y se escuchan operas de grandes maestros de la música. Es decir, toda la pureza de la imagen, se contrapone con la voz desagradable de Marguerite que hace temblar los tímpanos cada vez que se empeña en su fantasía de ser una gran soprano. La elegancia produce risa y conmueve al mismo tiempo. Sin duda la película tiene al arte como el mensaje principal y la fantasía personal, aunque se esté al borde de la locura y no se tenga el talento. Marguerite es polémica porque divide a los poetas vanguardistas y a los pensadores conservadores. Escucharla y verla cantar es un evento emocionante para el nuevo arte moderno y un desastre para el arte clásico. Pero además, la falta de tino y conocimiento de Marguerite la vuelven tierna en su ignorancia, porque apoyando a los vanguardistas no sabe en lo que se mete. Catherine Frot hace un trabajo espléndido y da esa complejidad necesaria y brillante para sentir pena y emoción por Marguerite. Es el accionar de seguir un sueño inalcanzable junto a la manera de organizar el relato del director Xavier Giannoli lo que vuelve a la película al bordee de la perfección. Las ganas de Marguerite abren un mundo oscuro lleno de intereses e hipocresías por parte del resto de los personajes, llenos de máscaras y caras reales ocultas. Todo tan bien reflejado para una sociedad a la que le espera la Segunda Guerra Mundial, en este film histórico tan actual y necesario en su visionado. Dividida en fragmentos, posee algunas subtramas realmente innecesarias que la alejan de esa perfección, como la historia del personaje interpretado por Christa Theret, que incluso es utilizada como cortina de cada capítulo. Pero más allá de eso, es como una tragedia griega: se construye sobre las justas dosis de drama, suspenso y comicidad, dejando la sensación final de que muchas cosas se despertaron a partir de esa horrible voz.
A Marguerite (Catherine Frot) nadie parece atreverse a decirle la verdad. La aplauden, la festejan, pero se ríen por lo bajo, se burlan de ella. En el mejor de los casos, algunos le tienen lástima, piedad. Es que la mujer, una señora de título de nobleza y de la alta sociedad francesa de los años ’20, quiere ser cantante lírica y organiza reuniones en su casa para mostrar su talento. El problema es que no tiene ninguno. Cada vez que abre la boca para cantar uno siente que podrían romperse todos los vidrios del mundo juntos. Pero la historia de Marguerite –libremente inspirada en el caso de Florence Foster Jenkins, una mujer de la sociedad norteamericana de similar situación, sobre la que Stephen Frears hará un filme con Meryl Streep el año próximo– no está utilizada por Xavier Giannoli para hacer una comedia burlona o una parodia del género. Si bien tiene algunos elementos cómicos inevitables, MARGUERITE es un drama sincero acerca de una mujer que desea honestamente cumplir su sueño, ser amada y admirada por su marido, y no es consciente que no tiene las condiciones para serlo. Para complicar las cosas, a un importante crítico parisino su voz le parece tan ridícula que la considera extrañamente sublime, haciendo que ella crea más y más en su nulo talento y organice un concierto en un gran teatro parisino. marguerite3Obsesionada con su canto, no advierte que su marido la utiliza por su fortuna, no tolera lo que hace (se inventa excusas para no estar nunca cuando canta) y además tiene una amante hace tiempo. Pero su fiel mayordomo/chofer se ocupa de que nada llegue a sus oídos y tiende alrededor suyo una suerte de pantalla, movido por el cariño que el personaje le despierta y, finalmente, logra despertar en los espectadores. Es que gracias a la actuación de Frot –y a la manera honesta en que Giannoli se acerca a su circunstancia– el espectador no solo se apiada del personaje sino que se pone de su lado. El realizador tampoco hace trampas de esas que contentarían a la audiencia –por más clases que tome, la mujer nunca cantará bien más que en su imaginación, delirio y/o devoción– y comparte sus simpáticos y por momentos dolorosos (para los oyentes) esfuerzos por aprender. Si bien podría ser un tanto más corta (los 130 minutos que dura son más de los necesarios para redondear la historia), MARGUERITE prueba una vez más el talento humanista, de bajo perfil, de Giannoli (EL CANTANTE, LA MENTIRA), un realizador que no se destaca por películas de impacto espectacular o llamativa construcción/puesta en escena, pero que se encarga de crear personajes honestos, sinceros y humanos que son un tanto extravagantes o absurdos, pero jamás patéticos. Y ese es un mérito que parece menor, pero no lo es tanto. El cierre obvio sería decir que Giannoli casi nunca desafina al contar la historia de una mujer que desafina sin parar. Será obvio, sí, pero es la definición más adecuada para esta muy buena película.
El director Xavier Giannoli se basó en la vida de Florence Foster Jenkins, considerada la peor del mundo. Aquí, una baronesa que canta horrible pero todos la adulan que se transforma en fenómeno. Reconstrucción de época magnífica en los años 20, grandes actores. Para deleitarse.
Fundando su discurso en el absurdo y el ridículo, y encontrando en Catherine Frot a la actriz ideal para superar la ausencia de un plot narrativo con sorpresas (hecho difícil para los 140 minutos que dura el filme), el realizador Xavier Giannolli nos trae con “Marguerite” (Francia, 2015) una de las historias más interesantes y atrapantes de la temporada. Enfocándose de manera excluyente en Marguerite, una acaudalada baronesa, ingenua, fresca, divertida, feliz y amorosa, que intenta sorprender a la clase alta con sus performances líricas, la película se acerca a la obra “Souvenir”, uno de los éxitos del off Broadway (que tuvo su versión local interpretada por Karina K) de hace unos años, y que encontró en el relato de la vida de Florence Foster Jenkins, la peor cantante de la historia, tela para narrar. Una vez aceptado el hecho que Marguerite no canta, o que lo hace pero rozando el ridículo y las notas más desafinadas que uno pueda imaginar, y que éste será la historia central de una película que luego tocará temas como la fidelidad, el engaño, la verdad como director de los sucesos, y la esperanza en un cambio como posibilidad de crecimiento, pero que en el carisma de la no cantante y la gran interpretación de Frot todo se terminará por fagocitar y llevar a un segundo plano para destacar la imposibilidad de la mujer por lograr su sueño, y con éste, ser amada por todos. En la acción la historia se desencadenará cuando Marguerite, luego de dar un concierto a beneficio en su casa, uno de los tantos que ha hecho con el objetivo de hacerse conocida y que la prensa le haga buena difusión a su voz, es observada con detenimiento por un joven periodista sin escrúpulos y su amigo poeta, quienes ven en la mujer la posibilidad de alcanzar sus metas sacándole algo del mucho dinero que posee. Marguerite, incauta, caerá en las redes de ambos, seducida no por la juventud y belleza de éstos, sino por la favorable nota del periódico que con habilidad destaca su capacidad como soprano y la belleza (inexistente) de su voz. Cegada por las palabras, desatiende a su asistente Madelbos, y se brinda totalmente a los jóvenes financiando performances en las que la poesía, el discurso de izquierda y su canto, terminarán por envolverla en una serie de desafortunados hechos que la correrán de la posición que hace años ocupaba en la clase alta. Pero a Marguerite esto no le importa, sólo quiere reconocimiento y que su marido (André Marcon) la quiera y alguna vez la pueda escuchar cantando. Pero la mujer no sabe que su esposo hace años que tiene una doble vida y una amante, y que si nunca llega a ver alguna de sus actuaciones es porque a propósito o desarma su automóvil o siempre llega tarde con excusas. Porque cuando anteriormente se mencionó a la verdad como uno de los temas de la historia, éste sea, quizás con los sueños de la protagonista, el eje central de “Marguerite”, un filme que detalla en su guión cómo se le escondió a la cantante el hecho que no cante bien. Su asistente elimina de los periódicos aquellas hojas en las que la crítica se ensaña con Marguerite, con titulares como “La causa es buena, pero la voz no” ó “El berrido de la baronesa”, o su marido, quien no se anima a enfrentar a la mujer con palabras claras y precisas. Y entre esa tensión entre lo dicho, lo que se debe decir, y lo que nunca se dijo, es en donde Giannolli funda su narración, haciéndonos empatizar con la protagonista desde la primera escena, contando además con un nivel de producción y de época impecable. “Marguerite” es un filme que se disfruta de principio a fin, pero también se lo padece, porque en el entender la luz de la cantante y su imposibilidad de seducir realmente a sus espectadores con una voz que no la acompaña, es en donde la empatía del espectador se tensiona, queriendo buscar una salida al inevitable callejón sin salida que la propia Marguerite se construye.
Si se calla la cantora... Es en cierto grado una comedia, pero para más de uno resulta un drama escuchar cantar a la baronesa Marguerite Dumont. Basada en la, convengamos, increíble historia real de Florence Foster Jenkins, una pésima soprano -pero ella no lo sabía- que se creía genial, y a la que todo el mundo alababa sus dotes de canto, la película es una sátira. Y Xavier Giannoli supo mantenerla en sus límites, para no extralimitarse y que todo terminara en una comedia burlona. Es la humanidad que tienen los personajes centrales, Marguerite y su marido, lo que vuelve al filme memorable y no un mero pasatiempo. Giannoli, que dirigió a Gerard Depardieu en El cantante (2006), sobre precisamente un cantante al que público había olvidado, trasladó a Florence de los Estados Unidos a Francia. Corren los locos años ’20, en París, y esta dama de la alta sociedad hace obras de beneficiencia, incluyéndose ella como centro de esos actos para solidarizarse, por ejemplo, con los huérfanos. Marguerite canta, en su mansión, pero ella no se escucha. Lo bien que hace, porque destroza cualquier aria y nadie le dice la verdad. Por beneficios propios que no conviene adelantar, por hipocresía, hasta por bondad para no lastimarla. Es como el cuento del rey que pasea desnudo, y nadie le dice la verdad. Nadie se atreve. Por supuesto que la idea sola no caminaría, por lo que se van insertando en la trama personajes: una joven cantante, un periodista, un anarquista, y hasta una estrella de la ópera -otro fracasado- para que le dicte lecciones de canto, en un acto de chantaje y soborno que, eso solo, ya vale el precio de la entrada. El hecho es que la mentira tendrá patas cortas, pero largas pueden ser las consecuencias. Porque del ridículo, se sabe, uno se puede reír, pero no se puede volver. Allí radica el éxito de Giannoli. En humanizar y hacer creíble a Marguerite, y plantear cuán absurdos son quienes la rodean, la aman o se aprovechan de ella. Y cómo puede convertir a la gente desconocer sus propios límites, no sólo de talento. Catherine Frot crea una criatura de la cual es imposible no reírse, pero también promueve la comprensión y la pena, y tanto como André Marcon (su marido), Michel Fau (Pezzini, el cantante de ópera) y Denis Mpunga como Madelbos, el mayordomo de color que la alienta, la protege y hasta le toma fotos con vestuario de óperas famosas, están verdaderamente estupendos. El año próximo conoceremos la versión que el inglés Stephen Frears está terminando, con Meryl Streep en el rol de la soprano. Pero Marguerite, por lo pronto ya le ganó en llegar primero.
La primera baronesa punk H ay dos maneras de enfrentar la vida: vivirla o soñarla, asegura una tarotista barbuda que es parte de la exótica comitiva que acompaña a Marguerite, la hilarante protagonista de esta película exhibida en la última edición del Festival de Venecia, la sexta en la carrera de Xavier Giannoli, el mismo de El cantante (2006) yLa mentira (2009), ambas con el gran Gerard Depardieu. Y está claro que Marguerite (interpretada con solvencia y gracia por Catherine Frot) ha elegido soñarla: aunque su impericia para el canto lírico es más que evidente, ella decide sostener contra viento y marea una carrera cuyo desarrollo está apoyado en el engaño, la conveniencia o, en el mejor de los casos, la compasión de los que la rodean. Basada en la historia real de Florence Foster Jenkins, una excéntrica soprano estadounidense que a lo largo de treinta años interpretó, con un estilo bizarro y poco convencional, un repertorio operístico que incluía obras de Mozart, Verdi y Strauss, la película -dividida en cinco capítulos- no esquiva el humor, pero lo matiza con un saludable cariño por su personaje protagónico. Está claro que Marguerite cantaba pésimo, pero también que su fe insobornable y su confianza en sí misma son requisitos indispensables para cualquier artista verdadero. Giannoli usó muchos elementos de la historia real de Jenkins cuyo potencial para la ficción es indiscutible (de hecho, este año se terminó de rodar otro film sobre su vida dirigido por el británico Stephen Frears y protagonizado por Meryl Streep y Hugh Grant), pero decidió cambiar el entorno: de los Estados Unidos de los 40 a la Francia de los 20. Acartonados aristócratas, impetuosos vanguardistas de la época y pillos atentos a cualquier oportunidad de hacerse una moneda extra interactúan con esta mujer que vive en su propio planeta, pero cuya profunda humanidad desacomoda a cínicos e incautos. En Marguerite conviven la osadía, la ingenuidad y el tesón, un arsenal desplegado sin demasiada conciencia que desarticula tanto como el arte más experimental. Su vida y su carrera tienen ribetes cómicos y trágicos. Y Giannoli los aprovecha para superar la parodia y transformar esta historia de tono inverosímil en una loa a la libertad y la insumisión que se ha convertido en un éxito de taquilla en Francia (hasta hoy la han visto allí cerca de un millón de espectadores). Protegida por un fiel mayordomo negro que tiene las mejores líneas de la película (muy buen trabajo de Denis Mpunga), Marguerite ahoga la pena provocada por un marido infiel y atemorizado por los fantasmas del ridículo con su firme convicción y se erige orgullosa como la primera baronesa punk.
Comedia triste y profunda sobre el arte y los artistas Enrique Santos Discepolo decía que el sentimiento poético no es privativo del que hace versos, sino del que se emociona con los versos. Pero eso no lo convierte en poeta. La dulce criatura de esta historia, la baronesa Marguerite Dumont, vive algo similar. Se emociona con el bel canto, colecciona partituras y vestuarios, se caracteriza como las heroínas de ópera para sacarse fotos, queda embelesada cuando pisa un escenario, cuando descubre lo que hay detrás de bambalinas. Y canta. Pero eso no la convierte en cantante. No sabe respirar, ni entonar, le sale voz de pito, carece de sentido crítico y encima unos pícaros le hacen creer que tiene talento. Envalentonada por ellos, un día decide cantar en público. Claro que hay pícaros de distinta clase: los señores que le sacan el jugo como estrella y patrocinadora de veladas benéficas, el divo venido a menos que saca sus haberes mal habidos como maestro de canto, los jóvenes que la usan para burlarse del arte clásico y escandalizar a la sociedad (es 1920 en París, temporada de ácratas y dadaístas). Otras dos personas también la engañan, pero por piedad: su marido y su mayordomo, preciosos personajes. "La perfección no es hacer algo grande y bello, sino hacer lo que uno hace con grandeza y belleza", la orienta el mayordomo, citando a un supuesto maestro hindú. "El amor y la fortuna (...) juegan con dados falsos y hacen ganar al fullero", dictamina un jefe de claque, citando el "Hernani". Y la pobre ilusa, siempre agradecida y generosa, sintiendo que el teatro la saluda (bellísimo final de escena) marcha entusiasmada hacia el último acto de la obra. Porque son cinco actos, y el último se llama "La verdad". Comedia triste, historia de amor conyugal, aunque no lo parezca, reflexión sobre el arte y los artistas, la ternura y la infamia, "Marguerite" marcha también como el equilibrista sobre la cuerda floja, y llega hasta el último plano, exacto, preciso, prácticamente sin titubeos ni inseguridades. Xavier Giannoli sabe contar la historia. Sus productores, su elenco y su equipo saben vestirla. Y Catherine Frot sabe lucir toda la sencilla ilusión y la infantil inocencia de su criatura. El es el autor de "El cantante", con Gerard Depardieu. Ella, la esforzada actriz con 40 años de oficio, que fue pasando de secundaria a principal y aquí se consagra para siempre. Se dice que su personaje está inspirado en la falsa soprano Florence Foster Jenkins. Algo hay, pero ésa estaba pagada de sí misma, y actuaba en teatros ignorando la risa que causaba, como Bianca Castafiore, la Ruiseñora Milanesa de la historieta de Tintin, o como la insoportable Calandria Mañanera de cierta provincia, hace ya muchos años. En cambio Marguerite Dumont es un ángel. Su antecesora, pocos lo han notado, es la cómica Margaret Dumont, la partenaire de Groucho Marx, con su figura de señora rica y buenota, incapaz de desconfiar de ningún charlatán que le arrastrara el ala. Por ahí va la mano.
"Marguerite" es una peli basada en la historia real de Marguerite Dumont, una mujer de buena posición económica, fanática de la ópera y de... "cantar". Justamente el "canto" no fue su fuerte y ahí es donde comienza la historia. La actuación de Catherine Frot es magistral, sobre todo cuando mira con profundo amor a su marido en cada escena que comparte con él. La fotografía es perfecta, dando como resultado una película fina, de nivel, con puestas de cámara hermosas que hacen al relato de la historia, a los decorados y a la emoción que transita Marguerite. Algo para destacar es el desarrollo del personaje principal con respecto a su fantasía "de cantante de ópera", validada por todos sus amigos e inclusive su marido. Un final que emociona y que seguramente te hará ir a googlear más sobre este personaje inolvidable. Una película que va más allá del "fuera de tono", sino que apunta a la concreción de los sueños cueste lo que cueste y al verdadero amor.
Fábula de la baronesa que desafinaba Inspirado en una historia real, el film pone el foco en Marguerite Dumont, mujer de alta sociedad empeñada en cantar aun cuando carece del más mínimo talento para hacerlo. Lo que podría haber sido una sátira despiadada, al cabo, se queda en el decorado. “Conocida y ridiculizada por su falta de ritmo, de altura y de tono, su pronunciación aberrante y su incapacidad general de cantar correctamente.” Eso dice Wikipedia sobre Florence Foster Jenkins, soprano estadounidense a quien el año próximo encarnará la omnipresente Meryl Streep, en una película dirigida por Stephen Frears. En la señora Jenkins se inspira Marguerite, coproducción franco-belga-checa dirigida por Xavier Giannoli, que en la última edición del Festival de Venecia fue parte de la competencia internacional.Bastaría leer la descripción de Wikipedia para imaginar una película que Marguerite no es en lo más mínimo. Una sátira despiadada, con la protagonista como superheroína del ridículo. Xavier Giannoli ya había dado pruebas, en El cantante (2006), de su capacidad de empatía con seres que en otras manos serían patéticos. En aquel caso el ex cantante decadente era interpretado por un Depardieu que forjaba ya, una década atrás, el despampanante kilaje que más tarde luciría en Mammuth y Welcome to Nueva York. En esta ocasión se trata de la baronesa Marguerite Dumont (Margaret Dumont era el nombre de la actriz que, en las películas de los hermanos Marx, encarnaba a la voluminosa ricachona a la que Groucho intentaba empaquetar). En los años 20 del siglo pasado, la baronesa desafina en palacio, de modo inimaginable, frente a públicos de copetudos y connaisseurs.Dos cosas diferencian a la señora Dumont de una desafinada común y corriente. Una es su asombrosa capacidad de hacerlo en cada nota, sin excepción, y de forma espectacular. La otra es su inconsciencia, que produce un hiato abismal entre su canto –que suena a tiza nueva rayando un pizarrón– y el modo épico en que ella lo procesa. Tras haber asesinado a Mozart y los tímpanos de la audiencia por igual, Marguerite saluda como si acabara de consumar un rito sublime. Consciente de la cualidad excepcional de su heroína, Giannoli hace de ella un interrogante imposible de develar. Una suerte de Esfinge de Tebas, de secreto indiscernible. ¿Cómo puede ser que desafine así y no lo registre? Coautor del guión, Giannoli hace lo mejor que se podía hacer frente a esta pregunta: no responderla, dejarla en estado de flotación. Como una Giulietta Masina a la que le inflaron los mofletes, el rostro de Catherine Frot tiene la cualidad lunar ideal para sostener esa incógnita.Rociada de detalles de época investigados con minucia (el poeta concreto que idolatra a Marguerite por su capacidad de espantar el gusto burgués, las intervenciones de vanguardia de la época, los decorados déco), el problema es que tanto esos detalles como los personajes que rodean a la heroína se agotan, justamente, en lo decorativo. El aristocrático marido aprovechado, el joven crítico cazafortunas, el poeta snob, el mayordomo negro, enamorado secreto y ángel guardián de la señora, el tenor en decadencia, la soprano joven: la mayor parte de ellos tiene color potencial, pero el carácter de jeroglífico de la heroína no puede dejar de obturar su sentido. Tanto como obtura, adecuadamente, el propio.
Una artista atroz y maravillosa a la vez Marguerite Dumont ama la música. El problema es que sus recitales, circunscriptos a un selecto grupo de millonarios, son una pesadilla para los oídos. Pero ella no afloja y está dispuesta a cumplir un sueño: presentarse al gran público en un teatro de París. “Marguerite” es, básicamente, una historia de amor, con pases de comedia y fondo de inevitable tragedia, porque ella adora a un marido que la engaña y sin la música -lo afirma a los gritos- la aguarda la locura. “¡Pobre Mozart!”, titulan en un diario. Es que Marguerite no canta; emite una serie de insoportables graznidos que sus amigos le perdonan porque, a fin de cuentas, ella es dueña de una de las mayores fortunas de Francia. Pero Marguerite, más que la fama y el aplauso, persigue la aprobación de su esposo. La infidelidad es su límite, físico y emocional. La saga de Marguerite se traduce en fotos. Madelbos, el sirviente fiel que alguna vez aprendió danzas hindúes para rescatar su espíritu, pone el ojo detrás del lente. Son imágenes sensuales, capaces de contagiar un erotismo que a Marguerite le cuesta liberar. A través de la cámara fluye una Marguerite poderosa e irresistible. Madelbos lo sabe y por eso aguarda, implacable, el momento de tomar la placa final, la consagración de su diva. No importa el costo -terrible- de esa foto. Es una película profunda, atrapante, por momentos muy divertida, definitivamente sensible. Las aventuras de Marguerite tienen como fondo el París que empieza a sumergirse en los locos años 20. Una tierra de anarquistas (el desaforado Kyrill Von Priest que encarna Aubert Fenoy), soñadores (como el periodista opiómano que juega Sylvain Dieuaide), artistas venidos a menos, mujeres barbudas, arribistas... Todos conformarán la corte de Marguerite. Llegan a ella como vividores y terminan prendados de su esplendorosa humanidad. Escrita y dirigida por el prolífico Xavier Giannoli, “Marguerite” brilla por su belleza formal, desde la cuidada selección musical a la puesta en escena, pero jamás alcanzaría su altura de gran película sin Catherine Frot, cuya interpretación es sencillamente inolvidable.
Se desarrolla en Paris con una estupenda reconstrucción de época, con un matrimonio por conveniencia: él tenía un título nobiliario y ella tenía dinero, quien se pone en la piel de Marguerite Dumont es Catherine Frot, Georges Dumont por André Marcon y Denis Madelbos por Mpunga .Muy bien actuada por ellos e interesantes personajes. Toca varios temas como un matrimonio, la hipocresía de la sociedad y no faltan los toques de humor. Algunas escenas innecesarias y un poco reiterativas. Posee una buena dirección de arte.
Aguda y caleidoscópica mirada a la hipocresía humana Los extraordinarios primeros 15 minutos de “Marguerite” entregan una escena memorable en la cual el director no sólo presenta el tiempo histórico (Francia, años ’20), los personajes, y a la protagonista del título, sino que también instala plena y claramente la temática que con tono agridulce va a tratar en su película: la hipocresía. Claro, cuando nos damos cuenta de esto volvemos un instante a los 60 segundos iniciales para poder reconocer el grado de cinismo, acidez e ironía con el cual se manejará el realizador. El plano general nos muestra un gran y lujosísimo living de la mansión de Marguerite Dumont (Catherine Frot), en el cual decenas de invitados escuchan embelesados a una cantante soprano. Está cantando “Come ye sons of art”, la oda que Henry Purcell compuso para el cumpleaños de la Reina María II de Inglaterra. Así agasajan y homenajean a la “reina” de esta mansión. Todos vestidos y emperifollados para la ocasión en la cual las damas de beneficencia se reúnen para juntar plata en una canastita para “los chicos con hambre”, o algo así. Se cruzan miradas cómplices. Un secreto a voces corre entre tanta pompa y boato. La señora Dumont está a punto de cantar para todos los presentes y hay que adularla como sea. Los invitados saben algo que nosotros no, pero de eso no se habla. Lo que importa es tenerla en un pedestal. Una burbuja de idolatre tan inmensa que no pueda salir de ella, y se crea todo lo que le digan. Iremos descubriendo a los cómplices Georges (André Marcon), un par de críticos aburridos de serlo (tal vez sin proponérselo), Hazel (Christa Théret) una cantante lírica ignota de todo este mundo de clase social alta, que acude contratada para cantar como “telonera” de la dueña de casa que sólo canta para este círculo “intimo”. Sólo los niños que corretean se salvan del mote de alcahuetes. El juego está propuesto y aceptado por todos ¿Y ella? ¿Es consciente de la calidad de su canto? ¿Cuánto necesita de la adulación para creerlo? ¿Cuándo es “verdad” el talento?” ¿Tal vez cuándo se hace carne en otras personas dispuestas a aplaudir? Eso parece necesitar creer la protagonista, y en este sentido el supuesto talento de Marguerite, construido por todo su entorno en connivencia con su propia ignorancia, es análogo a aquellas ropas invisibles de El traje nuevo del emperador que Andersen escribió hace muchos años. Lo dicho, ese comienzo es una extraordinaria muestra de cine. Las verdades que irá descubriendo nuestra anti-heroína se presentan como un catálogo de sorpresas y de miserias generadas por ese círculo íntimo en donde la vergüenza ajena, la traición y la falsedad, son las principales. En especial la que siente su marido, brillantemente interpretado por André Marcon, pero no exactamente porque le importe el ridículo sino por intereses propios. Es que la sociedad tiene capas y capas de hipocresía. Marguerite va (involuntariamente y sin notarlo) revelando que detrás de una careta hay otra, luego otra más, y así sucesivamente, hasta desnudar que en el fondo toda esta parafernalia está vacía. Sin valores morales ni de ningún tipo. Pocas veces la dirección de arte y el diseño de vestuario han tenido semejante doble función: La de ponerle contexto histórico al relato, pero también la otra la de mostrar un mundo construido a base de la mentira, más allá del contexto histórico. Ese mundo debe ser desproporcionadamente rico y sobradamente esnob. Lo es. Cada objeto se adivina buscado al detalle. El elenco brilla. La impronta de Catherine Frot remite a una inocencia y una simpleza tal que parece la versión anciana de “Amelie,” (2001), aquél personaje compuesto por Audrey Tautou, pero Frot lleva su personaje a una altura notable cuando comienza a desnudar sus frustraciones. La música también juega su papel. Ninguna pieza parece elegida azarosamente y hasta se vislumbra cierta alegoría al humor negro (cuando la señora canta por primera vez, por ejemplo). A eso sumemos una buena dirección de fotografía que se ocupa de subrayar los momentos de oscuridad interna de los personajes. El director, Xavier Giannoli, vuelve a trabajar sobre esta temática luego de la magistral “La mentira” (2009) en la cual un estafador convence a todo un municipio de invertir en su empresa de construcción ficticia, pero también en la última de 2012. En aquella (ojalá recordase el nombre), un hombre común salía de la casa para enfrentar su rutina y encontraba que de repente era archi-famoso. En ambas, la mentira y la hipocresía venían de afuera, eran “invasores” externos, en “Marguerite” todo está armado desde las mismas entrañas del seno matrimonial hacia el exterior. Xavier Giannoli parece moverse cómodamente con temáticas en las cuales se exponen (y se potencian) nuestras miserias. Las consecuencias son el sufrimiento y esta comedia dramática es una gran forma de mostrarlo.
Anarquía francesa "Marguerite" cuenta la historia de una mujer adinerada, amante de la ópera. Desde hace años canta regularmente frente a su círculo de amigos, pero lo hace absolutamente fuera de tono y nadie se atreve a decirle la verdad. En sus dos horas de duración el clima va del humor a la ternura y del patetismo a la redención, con gran ritmo y elocuencia. De las mismas tierras que Coco Chanel, llega la historia de Marguerite Dumont (Caterine Frot), una baronesa muy adinerada que era el mejor secreto de Francia. El rumor que corría en el ambiente musical europeo por los años 20 era que su divina voz era un canto de ángeles, y sólo su entorno cercano podía escucharla, se trataba del secreto mejor guardado de la nobleza y así quería permanecer. Sin embargo, la realidad era que cantaba completamente fuera de tono, y nadie la sacaba de su fantasía. Un poeta anarquista ve hermosura en verdad en su voz, entiendiendo que, aun sin saberlo, Marguerite está rompiendo un esquema, rebelándose contra el claustro artístico de la alta sociedad y el snobismo de aquellos que se creen inalcanzables. Dividida en actos como un filme de principios del siglo XX, “Marguerite” es tratado como un drama trágico que apunta a que todo termine de la peor manera, aunque en sus dos horas de duración el clima va del humor a la ternura y del patetismo a la redención, con gran ritmo y elocuencia.