Manchester junto al mar

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Una película detenida en la ausencia

El film de Kenneth Lonergan indaga en el dolor de la pérdida y en las responsabilidades familiares. No propone resoluciones mágicas o fáciles, sino una estética que se acerque a lo inasible, al azar y a las decisiones consecuentes.

Cómo filmar la ausencia o el vacío, allí está el desafío. Al amparo de las declaraciones del propio cineasta, Kenneth Lonergan, es en el temor por perder la vida de su hija donde radicaría una de las motivaciones de Manchester junto al mar. También en la relación con sus dos títulos anteriores: Puedes contar conmigo y Margaret. En la tríada del director neoyorkino se distinguen problemáticas familiares, encuentros y desencuentros, miedos y renacimientos.

El caso de su último film es notable, con el eje puesto en ese actor susurrante e imprevisto que es Casey Affleck. Es él y no es él quien compone a Lee Chandler, este fontanero de vida reposada, algo desvariado, que ve alterados sus días a partir del fallecimiento de su hermano. El viaje a Manchester será la vuelta al hogar de antaño, a los dolores y también alegrías ya pasados. ¿Qué es lo que ha sucedido? De a poco, con una rítmica pausada, sin estridencias, el film de Lonergan sumerge a su personaje en esa historia que sabe no podrá rehuir.

Este es apenas el disparador de un camino laberíntico, que toma rumbos coincidentes, con Chandler como punto neural, ya que a su cargo habrá de quedar el sobrino adolescente y una sumatoria de tareas: la casa de sonidos vacíos, la madre ausente o repelida, las novias, los amigos, los ensayos musicales, el motor desgastado del bote pesquero del padre, y la resolución conjunta de sus vidas.

¿Por qué el hermano lo ha elegido a él?, se pregunta Lee. Este es uno de los puntos más singulares del film, en tanto decisión que se sabe inapelable de cara a la muerte, y por eso consciente del compromiso delicado que conlleva.

Ahora bien, ¿por qué Affleck compone y no a su personaje? Porque él es el elemento a desintegrar y recomponer desde el montaje. El actor es capaz de dar lo necesario para que el realizador le manipule de manera técnica: los planos sobre su rostro, el sonido cansado de la voz, la articulación temporal de la que sus gestos serán víctima. El Lee Chandler de Affleck surge, de esta manera, como resultado de un desglose que le divide en tantas piezas como sean necesarias. En este caso, los flashbacks podrían parecer convencionales, y sin embargo no lo son, ya que se imbrican narrativamente desde el corte directo, capaz de fundir en una misma línea de acción el pasado con lo que acontece.

El film de Lonergan sumerge a su personaje en esa historia que sabe no podrá rehuir.

En este sentido, es ejemplar la secuencia bisagra del film, situada en el justo medio, con la sensación precisa de saberse fundamental; no hay alarde de ninguna otra cosa más que de saber cómo contar, cómo narrar: el montaje paralelo se construye en la misma acción referida ‑es de noche, amigos de visita, mucho ruido, una pelea hogareña, la caminata hasta el market, la vuelta al hogar‑ pero también entre presente y pasado, con el Adagio de Albinoni como puntuación musical, que predice los momentos más profundos y acompaña como consuelo.

Es por todo esto que Casey Affleck es un gran actor de cine, su rostro está a la altura requerida: parece indiferente, inasible, sin decisión. Cuando la relación dramática le toca, el espectador es quien le completa y lo que surge es desolador, no hace falta acentuarlo desde la acción. Desde ya, Lee tiene reacciones imprevistas, hay un dolor que es inmanente y sí, es cierto que la retórica de la culpa y el castigo dan sus vueltas por allí. Pero no lo hacen desde la moralina o la prédica de la redención, sino desde su inevitable, por necesaria, tematización. "Nosotros también somos cristianos", le dice Chandler a su sobrino, luego del encuentro de éste con su madre, quien ahora convive con alguien cuyos pequeños gestos (desde la interpretación de Matthew Broderick) le delatan como un religioso fanático.

La incidencia de los pequeños actos ‑que nunca son pequeños‑ está presente, de manera atenta, en este film. El realizador no necesita del subrayado o de planos detalle que evidencien la puesta en escena, sino que elige descansar en el dolor por lo que ha sido y, dadas las circunstancias, ya no podrá ser. Pero, acá lo extraordinario, mientras se entierra el cajón con los restos del hermano, un bebé llora y es allí donde se cifra el devenir humano, imprevisto: quién y por qué es ese bebé, no será aquí revelado, mejor que sea el espectador quien lo dilucide.