Lucky

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

No somos nada

La primera película John Carroll Lynch comienza con una serie de planos largos y fijos de un pueblito perdido en un desierto árido que introducen el plan maestro: mirar más allá de las imágenes y contemplar nuestra propia condición mortal. Una tortuga doméstica en plena huida rompe la quietud del cuadro, pero su extrema lentitud parece anticiparnos los tiempos del relato. La ausencia de esta criatura dejará latente una cierta forma de percepción del tiempo. El director crea una historia para rendirle homenaje en vida al gran Harry Dean Stanton. El cuerpo alto y flaco del actor atraviesa una epopeya interior a los noventa años, demostrando que una crisis existencial puede ocurrir a cualquier edad. La película le da la oportunidad de ser él mismo y evocar su juventud en Kentucky donde sintió por primera vez el miedo al vacío. Stanton encarna a Lucky, una suerte de vaquero en retirada que deambula por los mismos caminos polvorientos que transitó durante décadas. El director intenta captar el paso del tiempo en sus expresiones faciales. Los primeros planos dejan emerger la intimidad a través de sus ojos: el miedo, la entereza y la transparencia de un hombre que llega al ocaso de su vida.

Luego de una caída sin grandes consecuencias, Lucky toma consciencia de que le queda relativamente poco tiempo para vivir. Pero en lugar de hacer algo extraordinario, se dispone a esperar el devenir con serenidad. El director no trata el fin de la vida de una manera oscura a través de una enfermedad o del deterioro de la condición física. La película se concentra en el costado filosófico y emotivo de la muerte, sin una progresión dramática convencional, siguiendo la cotidianeidad de su héroe a un ritmo constante y ameno. En muchas escenas el actor está solo en el centro de la imagen, errante como el personaje que interpretó en París, Texas de Wim Wenders. Sobre el final, en un plano extraordinario, Lucky escudriña un cactus más alto y seco que él, luego mira largamente a cámara y termina con una sonrisa breve, pura e inolvidable. Harry Dean Stanton nos deja encendiendo un último cigarrillo y se va por esa tierra árida que nos invita a meditar sobre nuestros propios desiertos.