Los olvidados

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Resulta que Olguita era la prima que solía venir de visita. Una vez se acostaba con uno, otra vez con otro, finalmente con un hombre casado. La prima, pobre, apareció flotando en el lago. Y vos, sí, vos, ¡te parecés a Olguita!, advierte la vieja sin años que compone Mirta Busnelli. Sucia, desarrapada y malhablada. Atiende el bar mugriento de la estación de servicio donde para la camionetita del grupo protagonista.

Estos chicos y chicas -de viaje, rock y marihuana, alguno más alegre, otro taciturno, ellas bonitas‑ van en plan de rodaje con el objetivo puesto en documentar el presente lúgubre, ominoso, que desprende Epecuén, vuelto ruinas de un pueblo fantasma. Les acompaña una testigo del hecho trágico, con los recuerdos de infancia intactos, perdida ahora en silencios largos.

Lo cierto es que tras la inundación bestial sufrida en 1985, Epecuén semeja ahora el sueño perfecto de una película de horror. Habrá sido esta experiencia visual, sensorial, la que prendió de lleno en el ánimo de los hermanos Luciano y Nicolás Onetti. De este modo, Epecuén es locación real y alterada para Los olvidados, la tercera de las películas del binomio hermano, luego de las declaraciones de afecto al giallo que fueran Sonno Profondo (2013) y Francesca (2015). Con el pulso puesto en el slasher (género primo del giallo, con sus maníacos y homicidas), el inicio de Los olvidados sacude la iconografía de las películas previas a partir de una imagen más directa, cuasi documental, decididamente gore. Advertencia: la secuencia primera no ahorra sangre.

Los olvidados tiene matriz evidente, señalada ipso facto en las truculencias y climas macabros que perfilaran las pioneras películas -acá retomadas‑ de Tobe Hooper (El loco de la moto sierra) y Wes Craven (La última casa de la izquierda, La colina de los ojos malditos). Si bien es cierto que los Onetti apelan a estas citas de manera casi textual, lo también cierto es que los hermanos ya tienen un bagaje propio, y saben asumir las referencias como parte de un sentir cinéfilo que les distingue: si en Francesca la localidad de Azul se vuelve maleable en función de la necesidad de época trastocada (volverla una ciudad italiana en los '70, con sus personajes doblados al italiano y subtitulados), con Epecuén sucede un procedimiento similar, pero desde otras características.

La diferencia destaca en que la alteración oficia ahora a través de la inserción ‑en el espacio real‑ de interiores oxidados, carniceros, más o menos inventados. En esos ámbitos abandonados -indudables, vistos en sus fachadas ciertas‑ habitan los seres imaginados y roídos, que a nadie importan: es ésta la intervención estética, la inserción de cita cinéfila, que la película de los Onetti propone. Y lo que surge, así como un nuevo ejercicio de estilo ‑en tanto diálogo con películas preexistentes y paradigmáticas‑, es también una mirada distintiva, que permite un comentario crítico y sarcástico.

Hay elementos de la puesta en escena que permitirán, así como distinguir a una familia lunática -en donde la Busnelli es la madre de unos hombretones brutos, malolientes, que visten cráneos animales‑, darle al film sus matices urticantes. Así, fotos de la Guerra de Malvinas adornan o recuerdan desde las paredes (recortes nada ingenuos de la revista Gente son preferentemente elegidos), algunas recopiladas en un álbum escondido prolijamente en el matadero. Allí va a parar también ese personaje lugareño y fantasmal que interpreta Gustavo Garzón: si bien él descubre para el espectador algunas de estas cuestiones, lo que tiene dentro es un dolor en silencio. En algún momento averigua qué le ha pasado, así como la falta de salida y el desánimo consecuente.

Esta incomodidad, que está sugerida, esbozada, alcanza una sensibilidad mayor cuando las escenas de tortura, caníbales, sucedan. Algunas de las fotos aludidas permiten entrever algo más, como nexo macabro, posible: los estaqueamientos que los militares argentinos practicaran con sus propios soldados aparecen sugeridos. Alguna gorra militar, de hecho, adorna un cráneo entre el amontonamiento de baratijas y porquerías que pululan por la casa de la familia carnicera. Y todavía más: escuchar un tango de Julio Sosa mientras sucede una escena cruenta es un hallazgo estético, no sólo por el contrapunto que suscita, sino porque evidentemente es un momento en donde se alegoriza la radio a todo volumen con la cual los procedimientos de tortura eran silenciados, durante el terrorismo de estado argentino. Que se trate de un tango, con voz viril, "bailado" por un macho asesino que confunde partenaire con víctima, es un procedimiento bien arriesgado, que vale destacar.

Es por esto que Los olvidados encierra mucho más que lo aparente; no se trata -solamente‑ de una exposición de momentos crueles -algo que el cine carga consigo desde sus inicios, que ha validado de forma conceptual‑, sino sobre todo de una película de terror que expone un estado de malestar por el cual el cine argentino de este género no ha transitado demasiado: el malestar suscitado por las heridas sociales perpetradas durante la última dictadura cívico‑militar.

La familia de muerte que Los olvidados propone, evidentemente, es expresión iconográfica que refleja la del film genial de Hooper, pero también excusa para una relectura que apela a la historia cercana -social y familiar‑, vestida de inundación letal, real, con sus restos de muerte todavía a la vista.