Leto

Crítica de Maia Debowicz - La Agenda

Deséame suerte en la batalla

Leto es un logrado biopic sobre los inicios de Viktor Tsoi, héroe del rock ruso y líder de Kinó, una de las bandas icónicas en plena Perestroika.

Películas sobre bandas que existieron abundan, pero en cada proyecto el director se enfrenta al desafío de lograr acercarse con su obra a la emoción que generaban los músicos en cuestión, cuando se subían a un escenario o al ser escuchados a través de un disco. Es, en gran parte, el dilema del biopic musical, sumado a la elección del recorte de la historia: trasladar a la pantalla grande los inicios de un grupo, el auge o los últimos días. Tal vez todos esos períodos comprimidos en noventa minutos, o apenas un solo detalle que vale la pena profundizar en toda la narración. Leto, el octavo largometraje del cineasta y dramaturgo ruso Kirill Serebrennikov (director de El discípulo y La traición) que compitió por la Palma de Oro en el Festival de Cannes en 2018, hace foco en los inicios de Viktor Tsoi en Kinó: una de las bandas icónicas en plena Perestroika.

A través de un contrastado blanco y negro, y de efectos visuales e intervenciones lúdicas en el plano que transforman a una simple escena en un inesperado video clip, el director reconstruye el Leningrado de principios de los años 80 con el estallido del rock underground en la Unión Soviética, más preocupado por la personalidad estética que por la rigurosidad histórica. Dibujando con carbonilla una atmósfera de época en ese micro mundo donde un grupo de veinteañeros se preguntaban cómo proponer en la música algo novedoso después de David Bowie, The Clash, Joy Division y Blondie, Leto -que significa “verano” en ruso- es una película de búsquedas y encuentros. De flechazos y frustraciones.

La película comienza con un par de chicas colándose a un recital en el mítico Rock Club de Leningrado, entrando por la ventana de un baño. Es a través de ellas que nosotros ingresamos al relato, a ese teatro, y a ese universo desconocido para muchos. En el salón toca la banda Zoopark, liderada por Mike Naumenko (interpretado por el músico Roma Zver), quien repite en su canción “Son basura”, con sus anteojos negros y un saco blanco que contrasta con su polera oscura. Blanco y negro. Como él y Viktor (el actor coreano Teo Yoo), el músico principiante que conocerá un rato después.

Liocha, el compañero de banda de Viktor, se acerca con la guitarra colgando del hombro a Mike, rodeado de su sequito, para expresarle que ambos son grandes admiradores de él porque sus canciones son grandiosas. Luego les ofrecen un vino para quedarse junto a ellos en una playa desierta donde no tardarán en desnudarse y sumergirse en el mar. “Nada”, le contestan a Mike cuando le preguntan cómo se llama su banda. El resto se burla de ellos, de la falta de un nombre, de la ausencia de identidad. Liocha parece incómodo. Viktor, en cambio, es impenetrable. Lo admira a Mike tanto o más que Liocha. Sin embargo, su conducta es distante y pasiva en un comienzo. Observa y estudia a su ídolo en silencio. Natasha (Irina Starshenbaum), la pareja de Mike, mira atenta a Viktor. Un romance que Serebrennikov no tardará demasiado en hacer parte de la trama; sin embargo, el único vínculo amoroso que pesa es el que ocurre entre Viktor y su mentor Mike: opuestos complementarios que funcionan por sus enormes diferencias.

Cuando a Mike le preguntan cómo sería su concierto soñado, con todo el dinero disponible, contesta que sería en un estadio lleno de miles de personas. Con luces, humos de colores, tres bateristas, dos pianistas, uno clásico y otro sintético. Con una sección de vientos de diez hombres y unos elefantes que traerían una orquesta de cuerdas y un arpa. Viktor, en cambio, responde que él no le encuentra emoción a tocar en un estadio en el que no puedes ver a quién le estás cantando.

Viktor Tsoi, el hombre y no el personaje de una película, murió a los 28 años el 15 de agosto de 1990, en un accidente de tránsito en las afueras de Tukums (Letonia). El diario Komsomólskaya Pravda lo despidió con este emotivo obituario: “Tsoi significa para la juventud de nuestra nación más que cualquier político, escritor o celebridad. Esto se debe a que Tsoi nunca mintió ni se vendió. Fue y seguirá siendo él mismo. Es imposible no creer en él… Tsoi es el único artista de rock que no ha diferenciado su imagen de su vida real, vivió como cantó… Tsoi es el último héroe del rock.” Serebrennikov intenta reflejar esas palabras en cada secuencia de Leto, a veces con la profundidad necesaria, otras apenas con un titular. Filma las últimas escenas de la película a la distancia, transmitiéndole a su equipo a través de notas cómo hacerlo, ya que desde agosto 2017 hasta hace pocas semanas tuvo que cumplir una prisión domiciliaria en Moscú que le impidió presentar el film en Cannes.

En 1988, el director ruso Rashid Nugmanov filmó un brillante y conmovedor policial con Viktor Tsoi como protagonista. Igla (La aguja) es una película de culto donde, a pesar de que el líder de Kinó interpretaba a un pandillero llamado Moro que se enfrentaba a una mafia que traficaba morfina, Viktor parece actuar de él mismo. Tal es así que, sabiendo el director que su actor principal era fanático de Bruce Lee, le hizo hacer unas escenas donde se defiende de los villanos con artes marciales. En la última secuencia, Moro es apuñalado por uno de los mafiosos, con un encendedor prendido en la mano para prender su cigarrillo. El personaje, o Viktor, se va caminando por la nieve con manchas de sangre. Sabemos que va a morir pero, como a John Wayne, no le gusta morir en plano.

Dos años después de ese desenlace, musicalizado por una de las canciones más famosas de Kinó, “Grupo sanguíneo”, donde repite “Deséame suerte en la batalla”, Viktor Tsoi fallece y se vuelve un plano: a partir de su inesperada muerte algunos fans pintaron un mural en uno de los callejones laterales de Arbat que se mantiene, y siempre está lleno de cigarrillos por su tema que decía “Si uno tiene un paquete de cigarrillos en el bolsillo / significa que no todo va mal ese día”.

Leto tiene una conexión directa con La aguja: los momentos animados de la película de Serebrennikov salen del film de Nugmanov. En La aguja una mirada significativa de un personaje se especifica con una línea blanca punteada y flotante que invade el plano, y un cohete dibujado con tiza puede despegar de un cuadro en el instante menos pensado. En Leto hay un guiño a esas escenas, pero reemplazando a la sutileza y minimalismo de Nugmanov por rituales donde el trazo de un lápiz óptico se pasea por todo el plano, jugando a pintarle una máscara a un extra que hace un coro, o coloreando un vestido de rojo furioso. Son esas secuencias musicales, covers de “The Passenger” y “Psycho Killer”, que terminan con un cartel que advierte “Esto no sucedió”, donde la película no disimula separarse de los hechos verídicos en pos de ofrecer una obra bañada en artificio que hable de música. Y si algo sucede en Leto es justamente eso: los protagonistas discuten sobre Lou Reed y T-Rex, se prestan discos, graban futuros hits. “Es muy malo y muy triste si dejas las canciones encerradas ahí en tu cabeza. Déjalas salir, deja que se hagan”, le dice Mike a Viktor mientras están en el estudio.

De alguna manera, Serebrennikov se pone los anteojos negros y el saco blanco de Mike para que más personas conozcan las canciones de Viktor Tsoi. Y ese objetivo lo logra: es difícil dejar de cantar ahora “el tren me lleva adonde yo no quiero ir”. El cine a veces también es que sintamos necesario algo que apenas conocíamos. Una canción, o una discografía completa.