Leto

Crítica de Javier Porta Fouz - La Nación

La Unión Soviética, que no existe más. Leningrado, que no existe más con ese nombre. Verano de 1981, los momentos iniciales de la década del ochenta del siglo pasado, que no existen más. El rock como aglutinante, contraseña, energía compartida, ¿eso sigue existiendo? La película del ruso Kirill Serebrennikov –el del notable melodrama Yuri’s Day y el mismo que estuvo preso hasta hace muy poco luego de esas circunstancias que se repiten en la actual Rusia de Putin– no intenta hacerse esa pregunta, sino que quiere llevarnos a un pasado que ilumine el presente. Esa iluminación no es solo una aproximación en términos de conocimiento o revelación, sino más bien un intento de aportar vitalidad, calidez, resplandores. En realidad, más que un intento, Leto es una aseveración amable, con una mueca triste en una sonrisa tenue pero convencida, una de esas películas que ofrecen refugio de colores en la grisalla, y cobijo emocional sin volverse extraintensas. La historia parte del joven Viktor Tsoi, músico con influencias inglesas, y su encuentro con su venerado y mítico Mike y su esposa, la bella Natacha. Pero Leto, más que sobre personas y sus memorias basadas en hechos –o recuerdos– reales o casi, es una película sobre esos intersticios en los que la opresión obtusa era combatida con algo así como sueños, sonidos y fugas estéticas, que la película reproduce con raptos visuales y musicales cargados de osadía y encanto.