Leto

Crítica de Gaspar Zimerman - Clarín

Poco nos contó el cine de la vida en la Unión Soviética más allá de las andanzas de espías y disidentes políticos. Leto nos trae una novedad: en los ’80, detrás de la Cortina de Hierro también había una escena rockera, protagonizada por jóvenes que intentaban emular a las estrellas occidentales.

Dos leyendas de la música popular rusa, Victor Tsoi y Mike Naumenko, son el foco de esta película que hizo ruido en Cannes 2018 porque su director, Kirill Serebrennikov, no pudo asistir por estar cumpliendo un arresto domiciliario aparentemente motivado por causas políticas.

Con composiciones inspiradas en (o directamente plagiando a) Bob Dylan, Lou Reed o Marc Bolan, entre otras luminarias anglosajonas, Naumenko es considerado uno de los padres fundadores del rock ruso. Aquí se muestra cuando en el pico de su fama, al frente deZoopark, traba amistad con Tsoi, que entonces estaba dando sus primeros pasos en la música, y lo ayuda a convertirse en una figura con peso propio.

En un obvio subrayado de la opresión, casi siempre lo que ocurre en los países del antiguo bloque socialista se filma en blanco y negro. En Leto también, pero la típica escala de grises que las películas suelen reservarle al comunismo estalla cuando en la historia irrumpen videoclips: la música libera. Clásicos como Psycho Killerde Talking Heads o The Passenger de Iggy Pop suenan en números musicales que incluyen coloridas animaciones y parecen integrarse a la narración, hasta que un cartel nos anuncia: “Esto no sucedió”.

Es un condimento más para una película que transmite, con algo de melancolía, el espíritu de una época de efervescencia e ingenuidad. Las letras de las canciones eran supervisadas por censores y en los conciertos había celadores que impedían levantarse de las butacas. Y nadie olvidaba llamar a sus padres para avisar que pasaría la noche afuera. Pero al ritmo de una música poderosa, esos inconformistas románticos de Leningrado estaban gestando algo.