Las playas de Agnès

Crítica de Fernando López - La Nación

Autorretrato de una artista única

La directora Agnès Varda presenta su historia con un deslumbrante collage

Enamorada de la vida y del cine, Agnès Varda contagia ese sentimiento en este deslumbrante collage de recuerdos, emociones y sensaciones que es a la vez denso y grácil, reflexivo y ligero, sincero y conmovedor. Quiere entregarnos su autorretrato -que, necesariamente, tiene que ser polifacético y cambiante como su obra; desbordar inventiva, y transitar con total libertad los caminos expresivos más diversos- y al mismo tiempo se propone, buscadora incansable, hallar una forma puramente cinematográfica para resumir una vida entera y todo lo que ha concurrido para que ésta haya sido lo que es. La impulsan el ojo alerta y el espíritu perceptivo y abierto que ha definido siempre su relación con las cosas del mundo y de los hombres. Un interés que mantiene despierto aun en los años altos -tenía casi 80 cuando concibió esta joya- y que se manifiesta a cada rato en el viaje por la memoria cuyo aleatorio recorrido depende menos de la cronología que de la libre asociación.

Los materiales que emplea para armar el multicolor mosaico (rompecabezas o patchwork, como se prefiera) son muchos y heterogéneos: fotografías y trozos de films que evocan a los amigos, improvisaciones, escenificaciones extravagantes y llenas de humor, visitas a los lugares donde vivió o filmó, registros de sus viajes, reencuentros conmovedores (como con la familia de Jean Vilar, o con los que fueron sus actores en La pointe courte hace 55 años), además de sus palabras, muchas veces en off, recordando a los seres queridos que las imágenes rescatan: Gérard Philipe, Jim Morrison, Alexander Calder, Zalman King. O Chris Marker, que prefiere interrogarla con la voz alterada y el aspecto de Guillaume-in-Egypt, su gato de cartoon. Un sector colmado de emoción pero no de sentimentalismo (todo el film rezuma ese pudor y esa delicadeza) le corresponde a Jacques Demy, que fue marido, colega y amigo hasta su muerte, en 1990. Otras imágenes perdurables (hay muchísimas) la muestran sobre el final bailando a la orilla del mar con sus hijos y nietos o entre las paredes de su casa de cine, una suerte de instalación playera que la espigadora armó con escenas descartadas de sus films. Está claro que Agnès Varda ha vivido en el cine y no oculta su placer.

Importa señalar que no hace falta conocer al personaje ni haber visto sus films para que el autorretrato (de especial atractivo para los cinéfilos) seduzca: cualquier vida puede ser apasionante, y en este caso se trata de una muy bien vivida. Resulta imposible resumir ocho décadas de ricas experiencias y más de medio siglo de quehacer artístico en pocas palabras. Varda, sin embargo, logra el prodigio de convertirlas en 110 minutos de puro cine colmado de lirismo, sinceridad y emoción. Su querible presencia es decisiva para que el gusto de vivir se contagie a la platea.