Las playas de Agnès

Crítica de Emilio A. Bellon - Rosario 12

Sorprendente, mágico y provocador

El documental de la integrante de la Nouvelle Vague remite desde el título a los paisajes interiores que habitan las almas. La imaginación de la directora se va potenciando, minuto a minuto, con sus observaciones filosóficas, poéticas.

Vi por primera vez Cleo de 5 a 7 en la sala en la hoy funciona la Fundación Astengo, entonces el cine Odeón. Fue a principios de los 60. Por lo menos así lo recuerdo. Pero lo que puedo afirmar es que este primer largometraje de Agnès Varda pasó a ser exhibido posteriormente en varios circuitos alternativos, tales como Cine Club Rosario, Grupo 65 o bien Arteón. Junto a mi amado Truffaut, Godard, Chabrol y otros de la cinematografía de entonces, el nombre de Agnès Varda, compañera de vida y de profesión de Jacques Demy, comenzaba a darse a conocer desde su profesión de fotógrafa y realizadora.

Eran los años de la Nouvelle Vague. Y este es uno de los capítulos que aborda este conmovedor y fascinante autorretrato que se nos brinda hoy en el film de su autoría Las playas de Agnès, título que nos remite a los paisajes interiores que habitan nuestras almas. Y en particular, en lo que nos lleva al mundo de esta creadora, el nombre del film se conecta con páginas de una autobiografía que se va armando como un continuo collage de imágenes y voces que van estableciendo su propio periplo temporal.

Cleo de 5 a 7, film del que se ofrecen reflexiones y pasajes en el estreno de esta semana, marcaba ya esa elección estética que caracterizará su obra, la que se irá construyendo desde una mirada documental y una fuerte subjetivización de lo narrado. En este film, que transcurre en las horas de la tarde de un 21 de junio del 61, ese día en el que comienza el verano, una mujer espera impaciente el resultado de un diagnóstico y en esa espera (narrada en tiempo real) visita a un tarotista y mantiene una relación con un joven soldado a punto de partir para Argelia.

Las playas de Agnès nos invita a descubrir a través de fotografías y secuencias fílmicas, recuerdos de la infancia y adolescencia de la protagonista. Van asomando ante nuestros ojos momentos que se presentan con el mismo despertar de las pinturas de Magritte, en un juego permanente de evocaciones que va reuniendo en una danza a todas las artes.

La capacidad imaginativa de Agnès Varda se va potenciando, minuto a minuto, con sus observaciones filosóficas, poéticas. Y allí siempre está el rostro, la presencia, las manos de su amado Jacques Demy. Junto a sus hijos, Mathieu y Rosalie, la Varda hace resplandecer en sensaciones sus propias playas de la memoria, orillando encuentros y proyectos, dejando que el tiempo transcurra; pero capturando la profundidad de cada instante.

Con sus ochenta años, Agnès Varda recuerda a sus compañeros de ruta de entonces, sus viajes a China a fines de los años 50 y a Cuba en los primeros años de la revolución castrista, cuando anidaba la promesa. Al mirar la cámara, desde su voz que nos acerca familiarmente a su mundo íntimo, que se va desocultando desde una puesta en escena que no cesa, la Varda va rememorando momentos conflictivos de la historia de un pueblo y aspectos confidenciales de su propio diario, que se va recreando desde sus propias elecciones, gustos, preferencias.

Feminista, la vemos allí manifestando y formando parte de los que se atrevieron a soñar y vivir el amor libre. En su viaje a Estados Unidos, junto a su adorado Jacques y sus pequeños hijos, se nos abren vivencias de los años del hippismo, de los movimientos de lucha pacifistas y de las protestas de los Panteras Negras. El film de Agnès Varda se vuelve pura memoria histórica fusionando historia colectiva con vida personal y familiar.

Desde su pesada figura, bamboleante por momentos, con su paso lento, Agnes Varda nos propone permanentemente una incursión lúdica y crítica en los años de una autobiografía que va dejando huellas, las de la creación artística, las del compromiso, las de un legado que se mueve como la luz de un faro que ilumina los días vividos y los que aún puede llegar a recorrer.

Hay algo de ingenuidad en sus actos de creatividad y al mismo tiempo una sutil ironía que permiten encontrar en su figura un lugar de síntesis de diferentes saberes. Pero no sólo estamos ante un autorretrato, que desde su primera persona asume un tono confesional, sino ante un permanente ensayo sobre diferentes maneras de pensar y proponer la actividad artística.

Las playas de Agnes es un film sorprendente, mágico, así lo vivencio y necesito transmitirlo. Es un film que provoca, que nos interroga, que nos lleva a recuperar una mirada de asombro, a conectarnos con nuestra vocación y nuestros sueños.

Y en el film de la Varda, hoy ya con sus ochenta y dos años, colorido y deslumbrante; por momentos melancólico, siempre seguirá presente el nombre de su amado Jacques Demy. ¿Cómo no recordar entonces, una vez más, la melodía de Los paraguas de Cherburgo?