Las lindas

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Un constante proceso de búsqueda

Más que un documental, Las lindas trabaja con lo documental, para darle a ese material forma de ensayo: para quién sonríe una mujer, para quién se pone “linda”, qué significa estar “linda”.

“Muy bien, caballero”, le dice el empleado de Starbucks a Melisa Liebenthal al tomarle el pedido. Parece un poco excesivo, por más que Melisa se haya cortado el pelo muy cortito: por las fotos no da la impresión de que aun así la chica tenga tanta pinta de muchachito. ¿Habrá ocurrido ese episodio en realidad o fue armado para la película? Da lo mismo. Más que ser un documental, Las lindas trabaja con lo documental, para darle a ese material forma de ensayo. Ensayo personal de la realizadora alrededor de ciertos temas muy propios, que la obsesionan y que resultan no ser tan exclusivos de ella. Para quién sonríe una mujer, para quién se pone “linda”, qué significa estar “linda”, por qué se depilan las mujeres, qué sentido tienen el vello y el pelo, cómo es vista una mujer que no tenga novio, qué clase de amistad puede establecerse al interior de un grupo femenino. Lo notable, lo ejemplar de la ópera prima de esta joven graduada de la FUC (Buenos Aires, 1991), presentada en Rotterdam y en el Bafici 2016, es que todas esas cuestiones tan generales son tratadas siempre como absolutamente particulares. Empezando por ese yo, el de Melisa, que narra sus penurias, y eventualmente las de sus amigas, desde el off, cámara digital en mano.

Las lindas es un singular relato de crecimiento, en tanto lo que crece no es un personaje sino una voz. Una voz que en los primeros dos planos se presenta como incómoda para su propia dueña: habla por teléfono y desde el otro lado la tratan de “señor”. De ahí en más y por un largo tramo, la voz será la depositaria de una identidad en estado de vacilación, frente a unas amigas fuertes, convencidas, poderosas, que en plena adolescencia parecen dominar ya todos los secretos de la seducción. Liebenthal, detrás de cámara, titubea, hace acotaciones de compromiso, se resigna al papel de segundona, comenta que ella mucho no sabe de esas cosas. Pero entonces Liebenthal decide asumir el protagonismo y, aprovechando el enorme acervo fotográfico familiar, comienza a interpelar a su propia imagen, a la imagen que los demás esperan ver de ella, a la imagen que a ella misma le gustaría ver de sí misma o tener. Y avanza en ese sentido, planteándose el mandato cultural sobre el largo del pelo según el sexo (mientras las fotos muestran una asombrosa variedad de cortes y peinados practicados sobre su propia cabeza), el otro mandato sobre el vello en las axilas, piernas y otras zonas (algunas de las cuales muestra en vivo) y un mandato más, éste bastante más fuerte: el de la imprescindible compañía de un hombre para la mujer.

Después de esa suerte de “período del espejo” reaparecerán las amigas, ya veinteañeras, algunas de ellas con tantas inseguridades como Melisa. Es particularmente iluminador el monólogo de una de ellas, Josefina, bella y espigada modelo (además de muy dotada comediante), que sólo se considera como tal por la mirada de los demás. A propósito, corre por Las lindas un subtexto que derriba lugares comunes: hay aquí un grupo de amigas que se mantiene como tal, incólume, desde la infancia hasta los veintipico, sin que asomen venenos, envidias ni puñaladas traperas. Parecería que las amistades largas y francas no son exclusivas de los hombres. Ahora bien, ¿qué pasa con Melisa a todo esto? La película la deja como en estado de work in progress. No estamos aquí, por suerte, ante una a la manera de Hollywood, que empiece con la chica-patito feo y termine con la chica-cisne. No. Melisa queda en proceso de búsqueda, consultando a una amiga astróloga que le cuenta sobre su luna en Géminis y le dice algo entre sabio y misterioso: debe “desidentificarse de lo conocido”. Continuar su relato de aprendizaje, podría pensarse, para formularlo en los términos expresados más arriba. ¿Continuará? Dan ganas de saberlo.