Las insoladas

Crítica de Pablo Raimondi - Clarín

“¿A dónde te vas de vacaciones? A Punta... a Punta terra”. Esa frase era (y es) común escucharla allá por los años noventa, donde la masa desencantada de la clase media debía quedarse en casa, armar la pelopincho en el patio, jardín o terraza y viajar sólo con la mente.

Las insoladas, de Gustavo Taretto (director de la lograda Medianeras), se centra en seis amigas anestesiadas por una realidad de la cual buscan huir, nada las ata, sólo poder disfrutar de las eternas bondades de Febo a las que son adictas. Ellas sólo piensan en prolongar ese verano brillante bien lejos de su tierra, en Cuba, tierra turísticamente casi inexplorada por el turista local: el filme se sitúa el 30/12/1995, con toda la burbuja menemista a flor de piel.

Taretto se focaliza, se centra, hace bien en encerrar esta historia costumbrista en una terraza de un edificio del centro porteño. El director aprovecha cada desnivel y superficie de la azotea (con membrana, sin uso de solarium) como un múltiple espacio de diálogo, casi teatral. Los límites escenográficos los delimita el espacio aéreo urbano, en el que la fotografía hace un meritorio trabajo: retrata las cúpulas, antenas, terrazas vecinas como un lejano y ajeno horizonte de las chicas.

Sólo se busca enfocarse en ellas. Y sus curvas desnudas. Están Flor (Carla Peterson), la mujer alfa del grupo, promotora; Kari (Elisa Carricajo), psicoanalista new age y la voz de la razón con buenos momentos de diálogo; Sol (Maricel Alvarez), que trabaja en un laboratorio fotográfico -y deposita un inquietante mensaje de la violación a la intimidad-, y Vicky (Violeta Urtizberea), la atractiva peluquera, ingenua (¿hueca?) con asombrosas preguntas y propuestas. Completan el grupo Vale (Marina Bellati), la conflictuada, la “oveja negra”, con sus problemas de amoríos y miedo a volar. Y Lala (Luisana Lopilato), la nueva, quien brinda cierta pureza y frescura.

Ellas están (mentalmente) afuera de la ciudad, viven un proyecto dolarizado donde sólo quieren arena caribeña. Generan empatía, se ensamblan por la meta, pero también se dividen para sacarse el cuero ante el mínimo conflicto.

Las insoladas fuerza la idiosincrasia de los ‘90 (un cassette rebobinado con birome, un teléfono celular aparatoso) e infantiliza -por no decir que cosifica- a estas soñadoras. El ruido ambiente de bocinazos y sirenas se filtra sin despertarlas, otorga realidad. Eso sí, no hay pizza ni champagne, sí churros y tragos Cuba Libre.