Las insoladas

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Medianías

Si algo puede decirse a favor del segundo largometraje de Gustavo Taretto (1965, Buenos Aires) después de Medianeras (2011), es que no es ambicioso ni tiene ínfulas de nada. La duda es hasta qué punto esa liviandad, esa falta de aspiraciones, no implican cierta endeblez o pereza.
Tomando como punto de partida un corto propio del mismo título (premiado en el Festival Latinoamericano de Video de Rosario años atrás), Las insoladas registra las conversaciones de un grupo de amigas mientras toman sol en la terraza de un edificio porteño. Tan simpáticas como superficiales y algo ingenuas, las chicas en cuestión se doran divagando en torno a un deseado viaje a Cuba y trivialidades varias, desde los recuerdos de infancia de una o las invitaciones de la pareja de otra hasta cierta confusión en torno al nombre del Che Guevara y el goce que deparan los alfajores de una conocida marca marplatense (especie de publicidad confundida con los diálogos). No habrá mucho más que eso, sin grandes revelaciones, momentos dramáticos ni gags excepcionales.
El hecho de ubicar la acción en los ’90 permite deslizar no sólo comentarios sobre costumbres de la época sino, también, una mirada ligeramente irónica sobre la Argentina menemista, atravesada por el culto por las apariencias, el dinero que no alcanza y la corrupción como atajo. No hay demasiadas quejas, sin embargo, y el film no llega nunca a ser cruel ni perturbador. Esa amabilidad hacia el espectador podría celebrarse si Las insoladas contuviera chistes más estimulantes y soluciones visuales y dramáticas que la apartasen del cruce de cuerpos y palabras imaginable en un escenario teatral.
Hay dos películas argentinas que se le parecen, al menos en la idea de acompañar el ocio de un grupo humano en los altos de un edificio: La terraza (1963, Leopoldo Torre Nilsson) y El asadito (1999, Gustavo Postiglione). La primera estaba sembrada de tensión sexual, arduos conflictos y alegorías capciosas, con esa soltura tan propia de su director en busca de cierta belleza enrarecida; la otra –realizada en un momento en que el cine argentino ansiaba salir de su solemnidad– apostaba al humor cómplice y los guiños machistas. A diferencia de aquéllas, Las insoladas es híbrida y colorida. Si bien durante hora y media sólo da voz a seis mujeres y un perro, no exhala aires feministas, aunque tampoco se muestra reaccionaria: los comentarios sobre un director de cine porno (admirador de Scorsese, astuta referencia) despiertan, por ejemplo, reacciones diversas entre las mujeres, y lo mismo ocurre con referencias al paso en torno a capitalismo y comunismo. Evidentemente el film de Taretto se cuida de no adoptar posiciones tajantes para no excluir espectadores, un poco como lo hace también Relatos salvajes (2014, Damián Szifrón), aunque en este caso sin solazarse con los fracasos y broncas de los argentinos.
Las insoladas se sostiene, más que nada, por la belleza y la gracia de sus actrices, si bien Carla Peterson, Violeta Urtizberea y Marina Bellati repiten sus personajes de casi siempre, y Luisana Lopilato pone más entusiasmo en bailar y hacer fonomímica que en darle vida a su decorativo personaje.