Las insoladas

Crítica de Ezequiel Obregon - EscribiendoCine

El deseo tiene forma de isla

Gustavo Taretto regresó al universo de su cortometraje Las insoladas (2002) y lo expandió en este largo homónimo. El resultado es una rara avis para los parámetros del cine argentino, que conjuga una mirada social y un micro clima femenino durante los ’90, antes de que el país comenzara a estallar.

Más allá de los resultados, hay dos proezas en Las insoladas (2014); una es de índole técnica, formal, y la otra es de naturaleza actoral. La primera está vinculada al loable trabajo fotográfico, que reproduce el devenir de un día (muy) soleado a partir de una única locación que –sabemos- ha sido trucada a partir de la tan mentada “pantalla azul”. La segunda se reproduce en las 6 actrices convocadas, de diversas formaciones, trayectorias y procedencias, que ponen toda su empatía y conquistan cada uno de los fotogramas. Dicho esto (aquí, solemos empezar por la síntesis argumental), es necesario precisar que el opus dos de Taretto (luego de Medianeras, de 2011) podrá gustar a muchos, pero dejará irremediablemente afuera a otros que se perderán en cierta “experimentalidad” de la obra; la locación única, el elenco de desempeño equitativo (igual cantidad de líneas de diálogo para las figuras y también para las actrices menos populares), el conflicto en buena medida “imaginario” que obstruye la acción secuencial. Sí; todo eso se vio antes. Pero admitamos que el “gran público”, ese que aplaude Relatos salvajes (2014), tal vez no encuentre en esos rasgos una virtud.

Dicho lo anterior, Las insoladas reúne a un grupo de amigas (cada una con su personalidad, cada una con su bikini o malla de color particular) en una de las típicas terrazas en la que, cual lagartos urbanos, tuestan su piel durante horas y se relajan ante el inminente torneo de salsa para el que se han preparado todo el año. Es fines de diciembre y las reflexiones están a la orden del día. El pasatismo se impone y, como una mecha que se enciende, surge una idea: ¿Y si al año siguiente, en vez de estar rodeadas de cables y ventanas, no se van al Caribe, más precisamente a Cuba? Esa idea está imbricada en la red de un microclima social, al que Taretto pone el ojo sin caer (en general) en maniqueísmos. Y consigue que esa época no roce la veta historicista (con sus detalles “haciendo ruido”) de un film de época, precisamente. Porque los ’90 pasaron, claro, pero están allí: en el álbum de dos o tres temporadas atrás. Un pasado reciente.

A partir de aquella premisa, el film entreteje lo social con lo anecdótico con la misma fluidez que le imprimen las actrices, que se destacan y conforman un verdadero elenco (ellas son Carla Peterson, Elisa Carricajo, Marina Bellati, Maricel Álvarez, Violeta Urtizberea y una sorprendente Luisana Lopilato), aunque también hay momentos poco inspirados. Todo se percibe desde la óptica de esa clase media que, sin ser “postergada” como la clase más golpeada, ve cómo otros toman aviones y proyectan compras en Miami mientras ellas se quedan sentadas. Los chistes más eficaces aluden de forma anodina a los ’90, como aquel en que se menciona a Menem, o se postula la (difundida) tesis de que el comunismo fracasó en los países de clima frío. Pero a no confundirse: no se trata frivolidad en los diálogos, sino de una ligereza articulada con el mundo aludido. Las insoladas resulta, finalmente, un buen pasatismo con algunas ideas hasta ahora no muy exploradas. No es poco.