La valija de Benavidez

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Un artista en plan de evasión.

Hay algo del universo de Bioy Casares en la mansión que pasa por residencia artística y en la que el protagonista queda recluido.

Basada en un relato de Samanta Schweblin, autora de la premiada novela Distancia de rescate, La valija de Benavídez tiene un final sorpresa muy propio de los cuentos… con la salvedad de que el cuento original no lo tiene. La muy libre adaptación de La pesada valija de Benavides (título original del relato de Schweblin), hecha en conjunto por la realizadora Laura Casabé y Lisandro Bera con asistencia de Valentín Javier Diment, guarda para el final el as que el relato original da vuelta de entrada, cambiando por completo sus puntos de apoyo y dando por resultado que la película dirigida por Casabé resulte de las que en razón de su final deben ser repensadas íntegramente. Hasta el punto de que puede considerarse que hay dos Valijas de Benavídez (del relato a la película, el apellido del protagonista cambió de letra): una que se extiende desde el comienzo a la última escena y otra que a partir de ésta pide ser “leída” de atrás hacia delante.

El cartel de Norma Aleandro y una escena inicial que la tiene por protagonista parecen querer ratificar lo que el espectador tal vez suponga o haya ido a buscar: que La valija de Benavídez gira alrededor de ella. Cuando en verdad el suyo es un papel secundario, algo aumentado, para poder estar a la medida de su nombre. La verdadera película comienza en la escena siguiente, cuando el tal Benavídez, joven y torturado artista plástico (el infalible Guillermo Pfening) discute acerbamente con la que parece ser su mujer, recoge su valijón y se va de su casa, yendo a parar, en estado de desesperación, a la mansión de su psiquiatra, el doctor Corrales (Jorge Marrale). Algo molesto con la intrusión del paciente, el médico acepta darle refugio por esa noche. A la mañana siguiente el temple de Corrales es muy otro, intentando retener a toda costa al desorientado Benavídez en esa suerte de residencia de artistas que se parece mucho a una prisión con barrotes de oro.

Hay algo resueltamente bioycasareano en el resbaloso doctor Corrales, su manipulador ejercicio del poder médico, su mansión llena de pasillos y su residencia como laboratorio artístico. Puesta en escena con prolijidad y apostando a la progresiva creación de climas ligeramente extraños (como sucede, de hecho, con la literatura de Schweblin), La valija de Benavídez entronca con cierto sector de la producción actual de cine de terror argentino (films como Necrofobia, 2014, de Daniel de la Vega, algún fragmento de ¡Malditos sean!, 2011, de Fabián Forte y Demián Rugna, y de la reciente Terror 5, de los hermanos Rotstein), aunque alcanza el terror sólo en su última escena.