La reina del miedo

Crítica de Roger Koza - A Sala Llena

El desperfecto

Un moco inesperado sale de la nariz; la luz se corta en la noche y suenan las alarmas; una tormenta se desata al entrar en la casa después de una función de teatro; el viento sopla y abre la ventana en la noche. Si bien el propio film no consigue enunciar del todo la fuente del miedo, a veces se adivina en el desperfecto. “No todo huele bien en Dinamarca”, dice un personaje citando a Shakespeare.

Lo más interesante de La reina del miedo reside en esos pocos momentos en los que se presiente la falla detrás de la escena. La escena es el mundo y sus convenciones, como también las conductas y los hábitos. El mejor momento de la película transcurre en una representación teatral, y es en dicho pasaje cuando ese sentimiento no del todo articulado en una palabra —el que intenta descifrarse en el vocablo miedo— pone en jaque a los espectadores de la obra y del film.

La duplicación es aquí un sistema. Valeria Bertuccelli escribió y dirigió (en verdad codirige, pues Fabiana Tiscornia aparece en los créditos, y su entrenamiento como asistente de dirección permite conjeturar una escuela, una tradición). En el film, ella protagoniza una obra de teatro escrita y dirigida por su personaje, una tal Tita Minelli, actriz famosa. No será la primera vez que una actriz interpreta a una actriz, posición que no implica narcicismo ni catarsis; sí conocimiento directo de una profesión y de un ambiente en el que esta se desarrolla. Lo destacable del personaje es la soledad que experimenta, incluso cuando está rodeado por grupos no poco numerosos. Vive con un perro y la empleada doméstica, pero en la mañana el jardín y su casa están colmados de gente que trabaja, situación que se repite en el teatro, donde está ensayando una obra titulada El tiempo de oro.

No hay padres ni hermanos en la palabra o en la cotidianidad de Tita, sí el deseo de un hijo, aunque no hay con quién: se acaba de divorciar, y además a poco tiempo de casarse. La soledad revela acaso otra dimensión del miedo. Pero hay alguien a quien quiere, un amigo que vive en Dinamarca y que no está pasando por su mejor momento. Es así que con el estreno acechando decide ir a visitarlo por unos días. La muerte, otra fuente de miedo bastante evidente, parece reclamar a su amigo. No se especifica la enfermedad, pero es fácil adivinarlo.

Todo el segmento en Copenhague tiene una precisión narrativa y una liviandad sorprendentes. Las elipsis son justas, las escenas tienen el ritmo justo, los diálogos son orgánicos a los vínculos; incluso una ocasional conversación sobre el budismo y la reencarnación encuentra el punto justo de su exposición: se trata de un sistema de creencias que los personajes saben de oído, pero que les queda a mano para simbolizar precariamente el miedo concreto que inspiran un convaleciente y su destino. Parte del encanto proviene de la interpretación de Diego Velázquez y de la interacción con Bertuccelli, que se desenvuelve con la prestancia habitual de sus películas precedentes, aunque aquí recurre menos al histrionismo y logra un tono de registro que le prodiga más ambivalencia y misterio a su trabajo.

No es tan fácil como parece situar La reina del miedo en el ecosistema diverso del cine argentino. Lo más parecido es el cine de Ana Katz, al menos en un primer intento de lectura. En verdad, no se trata de un film masivo, tampoco de uno independiente, y resulta desmedido adjudicarle una huella autoral. Hay ostensibles decisiones de encuadres y movimientos de cámara. La geometría y la distancia para filmar la onerosa casa en la que vive Tita son tan manifiestas como el deseo de recorrer los espacios interiores (y del teatro también) sin interrumpir el desplazamiento de Bertuccelli; el ritmo interno de las escenas es perceptible, de tal modo que la película no necesita acudir a los típicos retoques de montaje para insuflarle una dinámica que el registro desmentiría. Esas marcas de registro son un indicio y también despiertan una duda futura: ¿seguirán filmando juntas Bertuccelli y Tiscornia? El binomio es aquí inseparable, un poco como sucedía con Verónica Llinás y Laura Citarella en La mujer de los perros.

Más allá del inclasificable lugar que tiene el film en el cine argentino de hoy, pertenece indudablemente a un imaginario de clase que la propia puesta en escena se encarga de erigir sin ninguna contrafuerza que equilibre la posición de su personaje principal respecto de uno de sus secundarios, la empleada doméstica, cuya función en el relato oscila entre un ente viviente decorativo y un recurso humorístico esporádico. En esto, La reina del miedo se parece en mucho a varias películas de su época, donde la distinción entre cine industrial e independiente no conlleva ninguna diferencia sustancial. He aquí un límite frecuente en cómo los cineastas en plena actividad sienten su lugar en el mundo y lo replican automáticamente en el cine.

Algunos cineastas filman para reforzar lo que creen y vindicar las certidumbres. Hay otros cineastas que filman para intensificar las preguntas y aventurarse en ciertas zonas de la vida humana en las que no todo lo que existe tiene un lugar y una función. Tiscornia-Bertucelli oscilan entre un modo y otro. El hermoso e inquietante plano final sintetiza esa ambivalencia.