La posesión de Verónica

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Con la gracia y seguridad que la experiencia en el género le significa ‑donde la saga Rec oficia de emblema‑ La posesión de Verónica es la nueva apuesta terrorífica del español Paco Plaza. Y el saldo vale lo suyo, esgrime claridad propositiva, y revuelve desde una mirada compleja, que inquieta.

En principio, lo perturbador no necesariamente pasa por el telón de fondo o bendito sostén sobre el cual tanto cine se cree serio; vale decir, La posesión de Verónica se basa en el denominado "Expediente Vallecas", un caso paranormal ocurrido en Madrid en los años '90. Se trata del único ejemplo en donde un informe policial reconoce no encontrar explicación lógica para lo sucedido. ¿Qué es lo que el inspector mira con horror al llegar a la escena? El contraplano que el espectador espera, de hecho, es toda la película: una pretendida fabulación dedicada a (re)imaginar lo que podría haber sucedido.

Con el acento puesto en la adolescente Verónica (Sandra Escacena), dedicada al cuidado de sus tres hermanos menores, en un departamento siempre solitario, sin papá y con mamá (Ana Torrent) trabajando en el bar todo el día, el film construye un contexto desde el cual permite verosimilitud. Es decir, el asombro se meterá por allí, entre las fisuras que la situación contiene: soledad, pubertad, la primera sangre del ciclo femenino, las amistades y primeros (y ajenos) amores. Verónica está en una situación que le mantiene maniatada, cumpliendo rol de madre sustituta.

El asombro aludido tiene asidero a partir de una de las secuencias primeras y mejores: en el colegio las monjas llevan a los alumnos a la terraza para observar el eclipse. Munidos de un trozo de película, los niños miran el cielo que oscurece. Uno de ellos esgrime unos clásicos lentes 3D, que la monja rápidamente retira con un reto. En otras palabras: cine, milagros, ciencia, niños. Los ingredientes justos para que la función comience, y sin la zoncería tridimensional.

Los aspectos referidos evidencian un juego metalingüístico, mientras sumergen a su protagonista y amigas en el sótano de la escuela para practicar la ouija entre las sombras. La situación se revela lumínicamente inversa respecto de lo que sucede arriba, mientras el sol se apaga. Es más, la simetría consecuente estará presente a lo largo de todo el film, mientras Verónica experimenta la alteración de su vida habitual, entre puertas que cierran o abren, luces que titilan, manchas sin razón.

En este sentido, el elemento nodal con el cual Plaza lleva al límite su propuesta es el espejo. Hasta tal punto que lo sitúa como un umbral que atravesar, de un lado a otro y también al revés. Así, la comunicación con esa entidad (¿paterna?) que se manifiesta progresivamente será también móvil que procure una respuesta inversa, que le persiga. Un límite que es también, como se indicaba, momento de vida de la protagonista, niña adolescente de rutina y responsabilidades pesadas, que intenta lidiar con los dictámenes de sus mayores ‑madre, médica, monja‑, imposibles de satisfacer. La respuesta sobrenatural es expresión directa; si es real o no, no viene al caso discernirla, lo que importa es el vínculo emocional y la solidez que al film le permite.

Sí puede observarse la resolución de algunos momentos desde cierto "efectismo", que sitúan al film de manera cercana a la fórmula que exhiben muchas películas.

De todos modos, el film de Paco Plaza tiene identidad y logra, por caso, una cruz invertida recortada contra el cielo, delineada por el contorno de tres edificios contiguos (un hallazgo extraordinario, de un director que evidentemente mira, con fruición y lucidez, lo que le rodea). Dialoga, también, con momentos musicales que parecen tomados de viejas películas de los setenta (gran labor de Chucky Namanera). A la vez que es uno de los contados ejemplos dedicados a la intervención de los niños, de forma real y sin montaje, en las mismas situaciones truculentas. Miradas extraviadas, canibalismo, mucha sangre, con niños y niñas que actúan el horror y resultan adorables.

Justamente, entre los agradecimientos figura Chicho Ibáñez Serrador, autor de la obra maestra ‑de niñez terrorífica‑ que es ¿Quién puede matar a un niño?, y Paco Plaza, evidentemente, es uno de sus discípulos dilectos.