La Pivellina

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

Pequeño gran film

La ligereza formal de La pivellina proviene tanto de su carácter artesanal como de la libertad con que encauza las eventualidades de una situación siempre abierta a los cambios y los imprevistos.

El paisaje es invernal, triste, yermo. En ese suburbio que se adivina de Roma, pero que podría ser el de cualquier otra gran ciudad europea, abundan los monoblocks, los jardines de cemento, las calles desiertas. Si no fuera porque la cabellera de Patty –una italiana que parece la reencarnación de Anna Magnani, aunque más modesta, menos sensual– está teñida de un rojo furioso, se diría que en ese arrabal todo es tan gris y melancólico como el cielo. Pero allí, abandonada entre unas hamacas vacías, brilla otra rara, solitaria mancha de color. Envuelta en un diminuto abrigo rosa, a punto de ser devorada por la noche, hay una nena, de no más de dos años. Está increíble, definitivamente sola. “¿Y tu madre?”, pregunta Patty, desesperada, mirando a diestra y siniestra, para no dar sino con el vacío. Justo ella, que había salido a buscar a su perro (“Hércules”, nunca una mascota tuvo un nombre tan inapropiado), se encuentra con esta “pivellina”, una nenita de la que ya no se podrá desprender.

Pequeño gran film, el primer largometraje de ficción de la italiana Tizza Covi y el austríaco Rainer Frimmel es un acto de amor, por sus personajes, por el espacio que habitan y también por el cine, al que honran con una película simple, cálida, noble, que nunca se permite dar un golpe bajo para ser emotiva. Si hubiera que buscar un referente, se podría pensar en el humanismo de Ermanno Olmi, un cineasta injustamente olvidado, que a través del rigor adquirido en el campo del documental supo expurgar a los resabios del neorrealismo italiano de su costado más chirle y sentimental. Documentalistas ellos mismos, Covi y Frimmel son muy conscientes –como el Olmi de Los recuperadores o de El árbol de los zuecos– que no tienen necesidad alguna de embellecer o edulcorar la realidad. La belleza de la realidad está aún allí donde ni siquiera se la imagina, parece decir el film, que nunca fuerza el curso del relato: simplemente deja que la vida se exprese y tome cuerpo delante de la cámara.

Con este mismo material, casi cualquier otro director italiano actual –da miedo siquiera pensar en un Tornatore o un Benigni– hubiera hecho un pastel tan edulcorado como indigesto. Por el contrario, la pareja Covi–Frimmel consigue una película a la vez ligera en su forma pero no por ello menos sustanciosa. Esa ligereza proviene, sin duda, de los actores no profesionales, de los escenarios naturales, de su carácter artesanal, pero sobre todo de la libertad con que el film encauza, con una soltura asombrosa, las eventualidades de una situación abierta al cambio y a los imprevistos. Nada más difícil que trabajar con una niña tan pequeña y aquí, sin embargo, nada parece más natural, seguramente porque la película nunca pretende ganarse al público con su simpatía o su ternura. En todo caso, están allí y el film sabe cómo registrarlas y trasmitirlas.

Tampoco es que La pivellina, a pesar de lo que su título sugiere, esté exclusivamente al servicio de “Aia”, como dice llamarse la nena, que todavía no puede siquiera pronunciar su nombre, Asia. Por el contrario, los demás personajes también importan, y mucho. Tanto Patty como su marido Walter pertenecen al mundo del circo, pero no hay nada en ellos del patetismo de I clown, de Fellini. Son veteranos, es cierto, y se nota en sus rostros el trajín de una vida itinerante, hecha a bordo de una casa eternamente rodante. Sin embargo, no hay en ellos esa tristeza cruel con la que habitualmente se asocia a los payasos, sino en todo caso el tácito orgullo de saber que pueden vivir dignamente de su oficio, al margen de las presiones y demandas de la sociedad de consumo.

La pivellina es también eso: una película sobre la periferia, sobre aquello que no está en el centro, sino en los márgenes, sobre la encrucijada moral –que es también política– de unos personajes como Patty y Walter, que nunca se proclaman anarquistas pero viven como tales. ¿Por qué habrían de notificar a la policía sobre esa pivellina? Si la madre la abandonó, y promete volver a buscarla, como dice en una nota anónima, es que habrá tenido sus razones, y muy poderosas. La personalidad visceral de Patty puede chocar con el cauto realismo de Walter, pero ambos saben que la solidaridad entre pares está por encima de las conveniencias personales. Ya se verá... las familias a veces son más grandes de lo que parecen. Lo mismo que algunas películas, como La pivellina.