La piel de Venus

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

La película empieza y todo parece indicar que se trata de otra apuesta a lo seguro de Polanski: al igual que en Un dios salvaje, acá el director transpone una conocida obra de teatro cuya economía estética no promete mucho más que algunas dosis de sátira y mucha cháchara sobre la vida moderna, el trabajo y la convivencia con los demás; es casi como si el mal teatro, visto a través del lente del cine, hiciera todavía más visibles sus defectos. Como aquella, La piel de Venus también comienza con un tono grotesco que por momentos se torna molesto: Emmanuelle Seigner hace a la mujer que llega tarde a una audición para un papel en una adaptación de La Venus de las pieles, la novela de Leopold von Saher-Masoch, y la compone como una bruta fenomenal que arrasa con el pequeño universo del director de la puesta. Hasta que el duelo de personalidades da inicio y Wanda comienza a remontar la partida, el relato es reiterativo y por momentos un poco irritante. Cuando ella captura la atención de Thomas, la película despierta igualmente nuestro interés, aunque todo el asunto no deje de ser nunca solo una cuestión metatextual: teatro (cine) que habla del teatro, donde los límites entre realidad y ficción empiezan a borrarse, donde los personajes se confunden a su vez con sus papeles. Nada nuevo u original, pero ya se sabe que esta clase de artefactos suelen gustar a espectadores y críticos que se fascinan rápidamente con cualquier puesta en abismo de la representación, y que después hablan de juegos de cajas chinas. Sin embargo, Polanski sabe de cine y comprende rápidamente que no puede confiar su película a ese simple mecanismo autorreflexivo. La inteligencia de La piel de Venus pasa por otro lugar muy distinto: el director hace surgir el cine prácticamente en cualquier momento, como cuando el encuadre expresa el estado de ánimo de los personajes a través de elementos visuales (como un foco o un hogar de utilería), cuando diagrama el espacio y sus recorridos de tal forma que den cuenta de la dominación mutua en la que se engarza el dúo, o cuando, ante la tentación del plano contraplano, Polanski opta por planos medios que permiten seguir a los dos protagonistas al mismo tiempo. Pero la tarea no es nada fácil: una buena parte de la historia transcurre con los protagonistas arriba del escenario y alejados, cada uno atravesando grandes cambios narrativos. En esas largas escenas, el director no tiene otra opción que alternar los planos como lo haría cualquier telenovela: ni teatro ni cine, solo una rutinaria gramática televisiva. El plan de Polanski muestra sus límites: mientras que en el teatro podríamos elegir a cuál de los dos personajes barrer con nuestra mirada, en la película solo accedemos a un pobre y caprichoso resumen de los intercambios entre Wanda y Thomas. El relato avanza de todas formas y, a medida que pasan los minutos, parecen esbozarse los temas de la filmografía del propio Polanski: el encierro, el desvanecimiento de la identidad, el travestismo. Da la impresión de que el director hubiera elegido la obra de David Ives por esa afinidad temática. El relato se acerca a su fin y la discreta elegancia con la que Polanski había logrado reinterpretar por momentos el original cae bajo el peso de las vueltas de tuerca de la obra de Ives: cambio de roles, fusión definitiva entre ficción y realidad, intento de sorprender burdamente al público mediante giros narrativos; Wanda dice “ambivalencia” en vez de “ambigüedad” y Thomas la corrige, pero es que, con esa puesta subrayada y esos diálogos afectados, en la propia película ya no queda lugar para ambigüedad alguna. El parecido de Mathieu Amalric con el propio Polanski hace suponer que, a pesar de todo, el director se divierte con su nuevo alter ego repasando esta obrita que explica hasta el cansancio el libro de Sacher-Masoch, como si hubiera ahí alguna clase de ingenuidad que lo seduce, como en otras ocasiones lo hicieron las películas de vampiros o de piratas. Al final, consciente de que de ese berenjenal ya no se sale, Polanski hace irrumpir una suerte de clima diabólico que coquetea voluntariamente con lo camp; quizás sea que el director trata de desligarse de todo el asunto con ese cierre imposible, como si quisiera decirnos que en el fondo la cosa tampoco le importaba demasiado como para tomársela muy en serio.