La novia del desierto

Crítica de Diego Lerer - Micropsia

Esta opera prima es una coproducción argentino/chilena acerca de una mucama que viaja de Buenos Aires a San Juan para trabajar allí, pero se ve obligada a desviarse en su camino. La actriz chilena Paulina García y el argentino Claudio Rissi protagonizan este filme pequeño y modesto que cuenta una de esas “historias mínimas” que ya son tradición en el reciente cine nacional.

Una de las constantes de cierto cine latinoamericano es su tendencia a algo que podría denominar como “chiquitismo”. O “pequeñismo”. Existen en todos los países del continente estas historias acerca de personajes solitarios, tímidos y apocados, habitualmente prolijos, simples y silenciosos, a los que les toca vivir una serie de situaciones que los obliga a salir de su previsible y ordenada rutina. Y existen también otras historias, de similar tenor, ligadas a la ruta, a los pueblos chicos y a los pequeños placeres de la vida en el interior.

LA NOVIA DEL DESIERTO conjuga ambos universos en un estilo que, en el caso del cine argentino, viene heredado de películas claves en esta “categoría”: HISTORIAS MINIMAS y LAS ACACIAS. La película de Carlos Sorín intentaba hacer una versión un tanto más accesible de lo que proponía el cine independiente en esas épocas, con sus historias chiquitas de gentes anónimas, mientras que el filme de Pablo Giorgelli le sumaba a ese tipo de universos una sensibilidad y una estructura más clásicas y rigurosas.

Ese “chiquitismo” se presenta con todo en el debut de Cecilia Atán y Valeria Pivato, al punto que es habitual que los personajes se refieran a casi todo en diminutivo, así como un médico le pide a un paciente que le pase el “carnecito” o el verdulero del barrio te vende unos “tomatitos”. Así de chiquitas son las cosas que pasan acá y los personajes que las atraviesan, al punto que no sería inadecuado pensar que la mejor opción para un filme así podría haber sido la del corto o mediometraje. Con menos de 80 minutos de duración, se siente como un filme que no tiene mucha peripecia para desandar y, como tampoco es la intención de las directoras hacer un cine contemplativo, lo que sugiere la pantalla es una trama chiquitita en la que pasa poquitito.

Paulina García encarna a Teresa, una mujer que ha trabajado como mucama en una casa de familia en Buenos Aires durante toda su vida hasta que en un momento, en el que no pueden mantenerla más, le ofrecen ir a trabajar a la casa de una familia conocida en San Juan. La película arranca cuando llegan allí y el micro en el que viaja se detiene por unos inconvenientes. A la mujer no le queda otra que esperar un próximo transporte durante varias horas, allí en el Santuario de la Difunta Correa, en esa misma provincia, en la localidad de… Vallecito.

En un momento, mientras la tímida y callada Teresa (la actriz chilena Paulina García) se prueba ropa en un trailer se larga una tormenta feroz y se baja de allí, olvidándose el bolso con el que viajaba. El dueño de ese puestito andante es conocido como el Gringo (Claudio Rissi) y a la protagonista no le queda otra que pasar la noche protegiéndose de la lluvia y buscar al buen hombre al día siguiente, recuperar su bolsito y seguir viaje. Ella finalmente da con él y, como el Gringo no encuentra el bolso en cuestión ahí, se la lleva en su camioneta a recorrer posibles lugares donde pudo haberlo dejado, excusa narrativa ideal para que estos dos seres en apariencia tan distintos empiecen a conocerse y la figura religiosa en cuestión a hacer su… trabajito.

La película transita con parsimonia los pasos del cuentito en cuestión, avanzando lentamente hacia donde uno imagina y encontrándose con algunas situaciones y momentos íntimos y/o divertidos en el devenir del viajecito por parajes sanjuaninos. Más allá de un uso del foco que llama un poco la atención –salvo el rostro de la desorientada García, todo se ve borroso casi todo el tiempo– se trata de una película que raramente se escapa de la norma: su plan es armar un cuento clásico con personajes diferentes entre sí pero cada uno, a su manera, entrañables y lo logra en un tono y un tempo casi de siestita pueblerina, como esas en las que uno escucha a algún pariente, mate en mano, contar alguna anécdota de sobremesa sobre algo que le pasó a algún conocido.

Amable, discreta, sin más ambiciones que construir una pequeña alegoría religiosa a partir de una relación entre dos personas, la película tiene a su favor el carisma de Rissi –en su habitual estilo “chanta simpático”– y la delicada composición de la actriz chilena. Con eso se logra un cuentito al que tal vez la ventana del Festival de Cannes le quede un poquito grande.