La mula

Crítica de Santiago García - Leer Cine

A lo largo de varias décadas, la estrella de cine Clint Eastwood, demostró que también es uno de los más grandes directores de cine de todos los tiempos. Dio ejemplos de eso desde aquella generación dorada de los setentas. Muchos de sus contemporáneos, genios destinados a cambiar la historia del cine, fueron quedando en el camino o terminaron siendo creados de dos o tres títulos memorables y nada más. Dos o tres títulos memorables no es poca cosa, pero el señor Clint Eastwood fue evolucionando y mejorando cada vez más, como los grandes maestros del cine. Aunque algunos de sus títulos tuvieron más impacto que otros en la crítica y han obtenido mucho prestigio, Eastwood tiene más películas ignoradas o subestimadas que cualquiera de los realizadores de moda, esos que hoy son el número uno y mañana han pasado al olvido. No es una competencia, se trata de valorar y agradecer la coherencia de un artista gigantesco, algo que se veía en hace más de cuarenta años, cuando el director y actor de La mula empezaba su carrera como realizador.

Conocer profundamente a un director le da a sus títulos un sabor extra. El comienzo de The Mule posee la serenidad y la belleza del mejor Clint Eastwood. En un instante se saborea la manera clásica y bella de su cine. En algún momento hubo directores parecidos a él, hoy se ha quedado prácticamente solo en un cine que busca otras cosas, tanto en lo formal como en su contenido. Por ahora sigue habiendo espacio para todos en el cine industrial de Estados Unidos, difícil saber qué pasará en el futuro, pero ese no es el tema acá, o tal vez sí lo es, porque el legado sigue siendo uno de los temas favoritos de Clint Eastwood. En The Mule, como Honkytonk Man, como Million Dollar Baby, como en Gran Torino, como Los imperdonables, como en varios títulos del director, hay uno o varios personajes jóvenes que lo toman como referencia y buscan en él un camino a seguir. Cuando son familiares, suelen salir decepcionados, traicionados, olvidados. El propio Eastwood ha fluctuado entre ser en su cine un padre ausente o un maestro impotente incapaz de proteger a la nueva generación. Su pesimismo ha cubierto todo el abanico de posibilidades, desde fracasos absolutos a reconciliaciones a un precio demasiado alto, pero también ha tenido sus películas más luminosas y optimistas. Como ocurre desde casi el comienzo de su carrera, Eastwood vuelve a colocarse en el espacio del cine crepuscular, el de las despedidas, los últimos gestos, las culpas y, por supuesto, la vejez, el crepúsculo literal de la existencia.

Earl Stone es horticultor. Vemos sus flores al comienzo de la película, su pequeño trabajo artesanal de décadas, su vocación, su gran amor, aquel que rápidamente sabremos ha colocado antes que sus vínculos familiares, dejando un tendal de corazones rotos en su ex esposa y su hija. También es ex combatiente de la Guerra de Corea, lo que no habla solo de su experiencia de vida sino también de su avanzada edad. Earl es, sin maquillaje ni esfuerzo de actuación alguno, un anciano. Un anciano enamorado de su arte, un arte olvidado que se va a apagando poco a poco, al menos en la manera en la que él lo practicaba. No hay que hacer un gran esfuerzo para darse cuenta que, como en muchas otras ocasiones, Clint Eastwood habla de su propio amor por hacer cine. Ya no se hace cine como lo hace Eastwood. Ese director que durante décadas cumplió con los presupuestos asignados y los días de rodaje planificados, siempre. Desde hace tiempo, uno de los últimos de los clásicos. Tal vez toda su vida como director lo fue, el cine clásico a los Clint Eastwood hace décadas que no existe más en la forma depurada e impecable que él lo practica.

Earl se ha quedado a un costado de la vida. Su ex esposa lo ama pero no lo perdona, su hija ya no tiene más paciencia para todo el daño que él ha hecho, solo su nieta parece ver un último resquicio de esperanza en ese viejo solitario, cascarrabias, conservador, fiel a sus propias ideas. Entonces le llega una propuesta: conducir llevando un bolso desde El Paso, Texas, a Chicago, Illinois. La distancia es gigantesca, pero Earl Stone ha conducido toda su vida. Es un trabajo sencillo para él, aunque el cargamento es sospechosamente peligroso. Él no actúa como si lo fuera, incluso cuando luego de más de un viaje, descubre que son drogas. Los lleva en el bolso como si no tuviera nada que esconder y maneja relajado, haciendo las paradas que quiere cuando quiere, sin preocuparse. Esa manera de hacerlo y su avanzada edad, lo convierten en una mula perfecta, la persona menos sospechosa en toda la ruta del cartel.

Con una serenidad propia de los maestros, Eastwood construye un relato perfecto, visualmente bello, sin un solo truco efectista, toda narración pura. En esta road movie que va y viene una y otra vez, Eastwood se va cruzando con personajes de todo tipo. Se hace amigo de algunos narcotraficantes y enemigo de otros. Pasan de detestarlo a quererlo, y el abuelo comienza a ser respetado. Brillante como pocas veces está Andy García interpretando al jefe de cartel. Tiene tal vez las mejores líneas de diálogo y poco el actor construye su personaje que queda claro es lo que es, no está nada idealizado. Earl ha hecho un desastre con su vida personal, pero siempre ha sido un éxito en su vida profesional, incluyendo la nueva. En esas rutas da buenos consejos, conoce todos los secretos, es un verdadero rey del camino.

Hay varias escenas significativas en The Mule que dicen mucho sobre el personaje y el director. Aunque es seguido por dos peligrosos miembros del cartel, Earl se detiene ayudar a una familia que ha tenido un pinchazo de neumático en la ruta. Todo indica que ha sido el primero en detenerse. Se detiene para ayudar. Cuando los está ayudando dice negro, para estupor de los dos adultos que le aclaran, muy incómodos que ya no usan más esa palabra, que prefieren que se refieran a ellos como gente negra o simplemente gente. Earl los mira aceptando la corrección pero también la pérdida de tiempo de la aclaración y los sigue ayudando. Preocupados por el lenguaje y las formas pierden lo esencial del momento, y es que un hombre blanco desconocido se acercó a ayudarlos en medio de la nada. La conducta menos racista del mundo ensombrecida por la corrección política. También se topará como un grupo de motociclistas lesbianas que se hacen llamar Dykes on Bykes (son un grupo de todos famoso en Chicago, de hecho) el encuentro parece incómodo pero él ni se preocupa y les da un consejo porque conoce esas motos. Ellas finalmente agradecidas le dicen “Gracias abuelo” y él contesta: “De nada, tortilleras (dykes)”. Estos personajes secundarios son una rareza mucho más grande de lo que se puede imaginar hoy en día. Tal vez en unos años esos chistes sean imposibles y Clint Eastwood lo sabe. El Abuelo, el Tata, el anciano de noventa años que conecta con todos pero que aún le queda una cuenta pendiente con su familia. No anticiparemos nada, pero las lágrimas a mares surgen de esas escenas, gran mérito de un director al que muchas veces no se le reconoce su capacidad para la emoción. Alison Eastwood, la hija de Clint fuera de la pantalla, interpreta a su hija en la película y la gran Dianne Wiest a su ex pareja. Pero la película estaría despareja sin los oficiales de la DEA que lo persiguen, cada uno también con sus problemas familiares y su vida. Bradley Cooper y Michael Peña equilibran el relato, en una mirada moral que a la película le da su cierre perfecto.

Basada en una historia real que poco tiene que ver con la mirada de Eastwood sobre el tema, queda claro que el eje de la película no es si está bien o está mala traficar drogas, queda claro que sí. Eastwood fue policía, militar, músico, director de cine, pistolero a sueldo, ladrón de guante blanco y otros personajes en su carrera como actor y director, acá es un horticultor ya casi jubilado que usa todo lo que gana en ayudar a otras personas. Un artesano que lo ha perdido todo y que tal vez, solo tal vez, tenga la chance de al menos dejar un legado en algunas personas, hacer las paces con su pasado, cerrar círculos si al fin y al cabo le permiten hace lo que él sabe, cultivar flores (o hacer cine) hasta el último día de su vida. Hace una década sentíamos que Clint Eastwood se despedía en Gran Torino, ahora parece que se vuelve a despedir con The Mule. Se lo nota más viejo y la película es más reposada, su tono tiene menos elementos de género y más de drama intimista. El mundo ha cambiado para mejor en muchas cosas y para peor en otras, Clint Eastwood elige mantenerse fiel a sí mismo mientras sigue cuestionándose cosas como persona y como artista. No es el mismo de hace cuarenta y siete años cuando empezó a dirigir, ni tampoco el de hace veinte años o diez, cada nueva película es una pincelada más de un cuadro enorme, incomparable, que es su carrera. Acto incomparable y director único, Clint Eastwood, grande entre los grandes, más allá de cualquier moda.